Anécdotas, Cultura, Recuerdos, Reflexión

Queridos maestros

Existen ciertas profesiones entorno a las cuales se han forjado las estructuras básicas de toda sociedad. Los poblados surgen alrededor de núcleos de personas capaces de intercambiarse trabajo y servicios, de forma que entre todos puedan satisfacer las necesidades básicas y comunes de la población. Dentro de este complejo engranaje social, hay por naturaleza profesiones y trabajos vitales para la supervivencia de esa sociedad.

Se necesitan ganaderos y agricultores que proporcionen los alimentos suficientes. Es básica la existencia de un médico que pueda estudiar y curar las enfermedades de las personas. También una figura de autoridad, en su forma de patriarca, jefe o lo que vendría a ser un juez; capaz de mantener el orden social aplicando las costumbres locales o las leyes.

Con la evolución social del ser humano, otras profesiones como banquero, autoridad religiosa o notario (y en el último siglo la implacable figura del político) se han erguido también como estándares de autoridad y profesiones básicas dentro de la burocracia de cualquier municipio o poblado. En España, además, han sido claves en la evolución de la sociedad los célebres oficios de fallera, camarero, flamenco o torero, pero eso ya es otro tema a tratar después de un par de cervezas.

En concreto, yo quiero hablar de una figura clave dentro del crecimiento de cualquier sociedad. Efectivamente, esa figura es la de la persona encargada de adquirir y difundir conocimientos para que las futuras generaciones estén educadas y formadas para poder seguir evolucionando. Es la preciosa profesión de maestro.

No seré yo quien diga que todos y cada uno de los maestros del mundo son personas impecables a los que habría que hacer un monumento por el increíble aporte que hace a la sociedad, pero sí es cierto que es uno de los sectores en los que se basa cualquier sociedad y con el paso de los tiempos está pasando a ser una profesión más, sin apenas apoyo y sin ningún tipo de autoridad, más que la de los alumnos educados que saben respetar.

Una de las profesiones que ha ido de más a menos a lo largo de la historia es la de maestro. Resulta impactante  pararse a reflexionar sobre cómo ha avanzado la ciencia y la tecnología en este último siglo, y el increíble deterioro de la calidad de la educación en la gran mayoría de los países desarrollados, pese a las altas tasas de alfabetización básica.

Sin embargo, y pese al poco respeto que se ha acabado por tener a la figura del profesor, no dejan de haber maestros. Sigue siendo una profesión casi totalmente vocacional, que no deja de enganchar a gente por lo entrañable que tiene la transmisión de conocimientos entre personas. Aún en los años de vacas flacas por los que pasa la enseñanza, seguiremos teniendo a nuestros queridos maestros dispuestos a transmitirnos su conocimento a cambio de atención y respeto.

Siempre me he llevado muy bien con los profesores que he tenido, y he tenido muchísimos. He vivido en nueve lugares diferentes y he ido a otros tantos colegios e institutos, y de todos ellos guardo con gran cariño el recuerdo de antiguos compañeros, pero sobre todo de algún profesor o profesora. Hoy en día, algunas de las personas que más aprecio son antiguos maestros, a los que guardo profundo respeto; primero por personas, luego por personas mayores y luego por profesores.

Mi relación con los profesores ha sido siempre muy especial porque mi familia viajaba constantemente de un sitio a otro, con lo que cada año o cada dos, yo estaba en un lugar nuevo. Y en un colegio nuevo. Si a eso unimos la imagen de un niño gordito, tímido, muy estudioso y fácilmente intimidable, obtenemos mis huesos como blanco perfecto de matones de recreo.

Debido a ello, en los colegios donde mi tímida personalidad acabó arrollada por la de los machos alfa del lugar, necesité la ayuda de algunos maestros. Con ellos y con los pocos alumnos en situaciones parecidas a la mía, era con quien yo me sentía bien. Ellos eran las personas amables, inteligentes y sensibles con las que me gustaba hablar, de las que era bonito aprender. Y como yo, sé que muchísimos niños se han apoyado y se apoyan en los maestros para poder aguantar el suplicio que, en algunos casos, puede suponer acudir todos los días al colegio.

Ha habido varios profesores y profesoras que me han ayudado mucho a lo largo de toda mi vida y cuyas enseñanzas todavía tengo presentes. Algunos me ayudaron con los matones, otros me ayudaron con los estudios y con otros he tenido gran amistad. Todos ellos significaron algo en aquel chaval tímido y asustadizo. Todos me ayudaron a crecer como persona, a vencer mis miedos y mis limitaciones.

Aún hoy en día conservo sus enseñanzas y su precioso recuerdo, porque me dieron lecciones que me ayudaron en su día y me siguen ayudando mientras escribo este texto. Como te habrá pasado a ti con algún maestro o maestra. Si alguien te regala una pieza de fruta, la disfrutas hasta que se acaba. Si alguien te da una lección, aprendes algo para toda la vida.

Como te pasará a ti mientras lees esto, a mi también me vienen recuerdos de muchos profesores. Algunos malos, pero la mayoría buenos. O buenísimos.

Recuerdo a don Juan, un entrañable abuelito sabio como muy pocas personas. Bajito, con gafas, regordete y con el pelo blanco; un hombre muy tranquilo que nunca levantó la voz en clase, ni falta que hacía. Sentir sus ojos clavados en los tuyos era suficiente para dejarte quieto como una estatua. Nunca olvidaré un día cuando este amable profesor nos dijo:

«No tengáis prisa por vivir. No queráis ser mayores. No hagáis las cosas antes de que el cuerpo os las pida. Tenéis que valorar vuestra infancia porque la echaréis de menos toda vuestra vida»

Descanse en paz, don Juan.

Y así podría seguir recordando muchos profesores que, en consonancia con la importancia de su trabajo, son más que meros intermediarios entre el libro y el alumno. Los maestros, en muchas ocasiones, se ven obligados a hacer de psicólogos, niñeras y hasta de guardianes, tareas que exceden de su preparación y de su competencia.

Por no hablar de la función de padre, esa que un maestro jamás debe desarrollar y que parece que muchos progenitores irresponsables les quieren transferir.

Al final, además de un trabajo, ser maestro puede ser una forma de vida. Una larga charla con mi gran amigo el guiri Antonio me desveló una frase simple pero cargada de significado. Me dijo que en la filosofía budista había un principio básico en lo que a transferencia del conocimiento se refiere. Con su voz grave y su cerrado acento británico, me dijo en un perfecto spanglish chapurreado:

«Yo te enseño. Tú me enseñas. Yo aprendo y tú aprendes. En la vida todos somos alumnos y todos somos maestros»

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¡Los niños no son tontos!

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Tenemos la mala costumbre de hablar a los niños como si fueran estúpidos. Les hacemos carantoñas, les cantamos canciones sin sentido y hacemos cualquier cosa con tal de que sigan en una nube de ignorancia, con la excusa de que deben crecer felices y sin traumas. Si la educación es deficiente desde una etapa muy temprana, los casos de niños consentidos y maleducados se multiplican. Y luego tiene que venir Supernanny a salvarnos el culo.

No hace mucho me encontré en una estación de metro al lado de un señor que viajaba con su hijo. El tipo mantenía una maravillosa conversación de igual a igual con su pequeño, hablándole claro, como si fuera una persona adulta. Aquella conversación me llamó mucho la atención, y nuestras miradas acabaron cruzándose. El contacto duró lo suficiente como para que surgiera el primer comentario, romper el hielo y presentarnos. Acabamos hablando los tres en un banquito de la estación.

Aquel hombre me contó su historia. Él es argentino y por la maldita economía tuvo que venirse con su hijo para España. Tenía la suerte de poder dedicarse a lo que más le gustaba en la vida, una de las más bonitas y despreciadas profesiones a las que uno pueda dedicarse. Era payaso.

Le comenté que era admirable la forma en la que conversaba con su hijo, que no era fácil encontrar alguien que le hablara con tanta naturalidad a un niño que no tendría más de 6 años. Cuando le dije esto, lo primero que hizo el hombre fue mirar a su hijo y decirle «¿Oíste que lindo fue lo que dijo el chico?». El pequeño me miró y asintió con una sonrisa satisfecha, como si pensara «Gracias por darte cuenta tú también de que los niños no somos tontos». Recordé entonces cuando yo tenía 6 años y me daba cuenta de casi todo lo que acontecía a mi alrededor, inclusive de los intentos de los mayores para ocultarte la mayor parte de las cosas. Y recordé también que al enterarme años después de todo eso que se nos suele ocultar a los niños, me sentí frustrado, casi diría insultado. Soy niño, pero no soy estúpido. ¿Cuántos de nosotros habremos pensado eso alguna vez?

Aquel maravilloso payaso, con el traje de padrazo puesto, me dijo que a los niños, para que desarrollen su personalidad y crezcan felices, hay que tratarlos y hablarles como personas. Como personas en aprendizaje, pero como personas. No como boludos. Aquella conversación a tres bandas me dio mucho en qué pensar.

Estaba a punto de llegar mi tren, así que tocaba ir recogiendo los enseres, ignorados en el suelo por lo abstraído que me tenía aquella conversación.  La situación, con esa entrañable e interesante charla entre los tres, me había conmovido de una forma atípica. Intenté aguantarme las lágrimas hasta que nos despidiéramos, pero no lo conseguí. El chico vio como me caía la primera lágrima, y sonrió cómplice de mis sentimientos. Fueron lágrimas dulces, tan dulces como las que me caen escribiendo esta entrada y recordando aquellos momentos.

No me cabe la menor duda de que aquel niño, como su padre, acabará siendo una gran persona. Ojalá prodigue el ejemplo.

Y si aún sois de la opinión de que los niños son tontos, podéis flipar con esta acojonante charla (se desconoce en qué idioma) que le pega una niña a sus padres. Una niña con mejor oratoria que la mayoría de adultos.

Serán tonterías mías, pero hay momentos del vídeo (cuando el padre se ríe abiertamente) en que me da la sensación de que a la niña no le sienta demasiado bien que se partan la caja de ella. Y no tendrá más de 2 años…