Ciencia, Conciencia, Filosofía, Naturaleza, Reflexión

Un mundo para los hombres

La raza humana lleva poblando la Tierra aproximadamente 2,4 millones de años, si consideramos como humanos a los primeros homínidos bípedos separados de los primates. En cualquier caso, es una porción de tiempo muy pequeña de los 4.500 millones de años que se calculan tiene este maravilloso planeta. Muchísimo tiempo. Y, sin embargo, esto es a su vez una cifra irrisoria comparada con los 13.700 millones de años que se le calcula de vida al universo.

Desde esta perspectiva, la vida de un ser humano, incluso la vida de toda la raza humana, puede ser reducida por la lógica hasta una grano de arena en un desierto cósmico. Puede considerarse un accidente temporal, una irrelevante florecilla que nació de un terreno estéril y que pasará sin pena ni gloria por una pequeña esquina de este gran laberinto espacial. Mirado así, la existencia de toda la raza humana puede parecer una anécdota sin importancia. Nada de eso.

Todos nos hemos sentido insignificantes cuando nos ha dado por comparar nuestra existencia con la inmensidad del universo. Cuando hemos pensado en nuestros pocos lustros de vida y en los miles de millones de años que nos preceden, así como todos los años que están por llegar. Cuando hemos comparado nuestra pequeña envergadura con la impresionante masa de los cuerpos celestes. Durante ese momento en el que podemos llegar a ser conscientes del poco espacio y el poco tiempo que ocupamos, en comparación con lo increíblemente inmenso que es este universo lleno de miles de galaxias y de millones de planetas, creemos que somos poco más que nada. En principio, considero que esa comparación es totalmente errónea, aunque no por ello improductiva.

Considerarnos como una insignificante parte en el espacio y en el tiempo dentro del universo puede ser muy gratificante. Te permite relativizar la importancia de ciertas cosas que pueden estar angustiándote y que no deberían ejercer tanto efecto sobre ti porque, efectivamente,  en el fondo no son tan importantes. Pensarlo de ese modo es beneficioso y liberador.

Pero, a menudo, hacer esta misma comparación también nos trae una importante cantidad de tristeza. Si nuestros problemas son insignificantes en comparación con la inmensidad del espacio, irremediablemente nosotros también somos criaturas irrelevantes. Y es ahí donde yo creo que está el error, a la hora de comparar cantidad con calidad.

Es innegable que nuestra vida, la vida del ser humano, es volátil y diminuta. Infinitamente más pequeña, frágil y corta que la de la menor estrella que haya en el universo. Pero sólo estamos hablando de términos cuantitativos. En esa comparación no se entra a valorar la calidad de nuestra existencia. No se valora que la corta vida de un ser humano pueda encerrar cosas más complejas y preciosas que las de una estrella inerte en el espacio durante miles de años. No se contempla que un pequeño cuerpo, frágil y caduco, pueda albergar maravillas tanto o más fascinantes que las de toda una galaxia.

El ser humano, pese a ser considerado tan irrelevante con respecto al universo, alberga una complejidad y una capacidad evolutiva mucho mayor que la de cualquier roca que te puedas encontrar en la más longeva galaxia a miles de millones de kilómetros de aquí.

Las inmejorables condiciones ambientales que se dieron en la Tierra propiciaron la existencia de formas de vida primitivas, y sus posteriores cambios evolutivos a lo largo de millones de años. Millones de años que siguen siendo pocos en comparación con otros planetas, pero infinitamente más productivos.

Sin embargo, en nuestro planeta hubieron múltiples periodos con bruscos cambios ambientales, lo que provocó la aparición y desaparición de una gran cantidad de especies. Después de todos estos millones de años de evolución y bruscos cambios, las condiciones ambientales favorecieron la aparición de los homínidos, seres con gran capacidad y complejidad cerebral, en comparación con el resto de animales.

Los homínidos evolucionaron en varias especies distintas durante varios millones de años más, extinguiéndose la mayoría de ellas pero sobreviviendo la especie que ha derivado en nosotros, el homo sapiens. Llegado este punto es cuando el hombre daría un gran salto evolutivo al ingeniar complejas técnicas de supervivencia, construcción y caza. Gracias la evolución de estas técnicas y la gran capacidad de aprendizaje de este hombre primitivo surgieron las primeras civilizaciones, los cimientos de las sociedades modernas en las que vivimos ahora.

No obstante, el más grande y complejo cambio de nuestra historia, aunque no lo parezca, se está dando en estos momentos. En el periodo que estamos viviendo ahora, conocido como era de la información. La tecnología, la química y la biología; así como el estudio del espacio exterior, la materia y el tiempo, nos otorga un nivel de evolución que, si bien es imposible demostrarlo, parece a todas luces el más avanzado de todo el universo.

Es por ello que debemos ser conscientes de nuestra insignificancia física y temporal con respecto al resto del universo, pero también es muy importante que nos identifiquemos como lo que somos, seres extraordinariamente inteligentes, complejos y capaces de realizar auténticas maravillas. En absoluto irrelevantes con respecto al resto del espacio exterior.

Los humanos somos seres increíblemente evolucionados capaces de pensar e idear complejas teorías. Capaces de razonar, analizar y resolver hechos de enorme trascendencia. Capaces de sentir dolor, placer y miles de sensaciones que luego podemos transmitir a nuestros semejantes para enriquecerlos. Capaces de aprender, de empatizar, de amar y de respetar a otros seres humanos y a otros seres vivos. Desde este punto de vista, me parece mucho más importante tu vida, la existencia de quien está leyendo esto, que la longeva e improductiva existencia de miles de planetas lejanos e inertes.

Pero el ser humano también es capaz de multiplicarse sin control, de destrozar la tierra en la que ha nacido y de aprovecharse de la desgracia de los demás. Es capaz de disfrutar con el dolor de otros y de arrebatar la vida a un semejante a sangre fría. Es capaz de marginar y maltratar al resto de especies que conviven con él. Es capaz de tantas y tantas cosas horribles que se antoja inevitable cuestionarnos hasta qué punto nuestra existencia es positiva. Ya dijo Plauto (y popularizó Hobbes) que el hombre es un lobo para el hombre. Y, en este caso, también una bomba de relojería para nuestro planeta.

De todos y cada uno de los avances y éxitos que ha tenido el ser humano, el mayor de todos se producirá el día en que se conciencie socialmente del respeto que, como ser vivo, le debe a este planeta.

En la actualidad, sólo un loco creería que ese cambio se puede llegar a dar algún día. Yo estoy absolutamente convencido de ello.

La evolución del ser humano y el papel que ha ocupado le otorga una responsabilidad sobre la Tierra, su presente y su futuro. Una responsabilidad que nace del enorme y majestuoso cambio evolutivo que ha tenido el hombre a lo largo de millones de años, y que repercute directamente en el planeta. Responsabilidad que directa o indirectamente recae sobre ti y sobre mi, porque somos parte de la especie que ha transformado este planeta en un mundo para los hombres.

El ser humano, no lo dudes nunca, es extraordinario.

Ralladuras, Reflexión

¿Qué tendrán las estrellas?

Desde el inicio de los tiempos, el hombre ha contemplado el cielo como el lugar de los dioses, el horizonte místico de la vida y la existencia, el límite de todo lo cognoscible. Cuando el Sol cae y el universo nos enseña su cara B, ese mismo cielo se torna mágico y nos enseña uno por uno todos esos  diminutos puntos brillantes a los que en épocas antiguas se entregaba cada una de las almas de los fallecidos.

Ya en las primeras civilizaciones se asignó unas propiedades metafísicas a las estrellas, se les llegó a considerar entidades vivientes dotadas de fuerza sobrenatural. El hecho de que estuvieran siempre en la misma disposición en el espacio -aunque sólo desde que se aceptó que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol- dio lugar a que se les uniera artificialmente en constelaciones entorno a las que giraban figuras míticas y cualidades esotéricas dependiendo de la alineación de estos mágicos astros en el momento de nuestro nacimiento. Sin embargo, las estrellas en un sentido físico sólo son enormes acumulaciones de materia que está en constante colapso, surgiendo de esta manera la energía que provoca que nuestras queridas estrellas brillen con luz propia.

Debido a la inmensa distancia que nos separa de estos cuerpos celestes, vemos a las estrellas no como son, sino como fueron hace mucho tiempo. Sin embargo, mirarlas te evoca, te inspira y te hace sentir, aquí y ahora. Es el grito desesperado y lejano del pasado, que siempre ignoraste, y que de repente te hace sentir en el presente.

Cómo ya me pasó con la Luna, yo era un gran desconocedor de las estrellas. Aunque, mejor dicho, todavía las desconozco, pero ahora ya me han hecho sentir, ya me han dicho que tienen algo, algo tan bello como poderoso. Aquella noche la luna supo esperar en el banquillo, sabía que no era su noche y no quiso quitarle protagonismo y luminosidad a sus incontables hermanas pequeñas. Aquella noche deslucía una preciosa luna nueva.

Era una noche cualquiera, una de esas cálidas y despejadas noches de verano valencianas. Yo acababa de ver una peli muy bonita y el cuerpo me pidió un paseo nocturno, de esos paseos solitarios que siempre me ha encantado dar y que tantas experiencias y tantas reflexiones me han provocado.

De repente, y de nuevo sin saber por qué, la mirada se me alzó hacia aquel hipnótico manto, y mis ojos pudieron captar lo majestuoso de aquella noche: un cielo totalmente despejado plagado de miles y miles de estrellas. Diminutas para mis ojos pero enormes para mi alma.

No había ni una sola nube, ni una sola circunstancia tocapelotas que me impidiera disfrutar de todo aquello como el niño que mira emocionado ese regalo de reyes que lleva años deseando, y que por fin ha llegado a sus manos.

Fue un encuentro casual, uno de esos que le dan un acelerón a tu cabeza y la hacen pararse en el momento presente. Uno de esos momentos en los que pasas a tomar conciencia de lo increíble que es eso que estás disfrutando, y piensas que no hay pasado ni futuro, sólo existe esto, sólo existe el ahora.

Cuando dejas de dejar la vida pasar y concibes el momento presente como lo que es, el único y el mejor momento de tu vida. Cuando te das cuenta de que no puede haber nada más bonito que lo que estás viviendo. Para entonces es inútil tratar de pararlas, las lágrimas ya se han abierto camino por tus mejillas.

Igual, exactamente igual que con la luna, fue un dulce y fascinante amor a primera vista, el mejor amor y tal vez el único que exista, pese a que siempre he sido un creyente del a fuego lento.

Con ilusión y emoción desbordadoras, mis ojos se movían inquietos y ávidos de sensaciones hacia las diferentes constelaciones. De unas estrellas a otras,  los ojos se me iban saltando por las constelaciones de Casipoea, Orión o la Osa Menor (no conozco muchas más) y mi cuerpo respiraba de forma inestable pero profunda, fruto de la emoción del momento.  Parando cada poquito para mirar al infinito y disfrutarlas todas a la vez, cerrar los cojos y sentir los escalofríos de cuando sientes más de lo que físicamente estás preparado para sentir.

El cuerpo se me tornó débil y extraordinariamente sensitivo, pues aquellos «pequeños» cuerpos celestes y celestiales se habían apoderado de todo mi interés. Sólo quería seguir mirándolos, siempre que las lágrimas me dejaran, y cuando por unos segundos respiré profundo y cerré los ojos muy lentamente, pude adquirir conciencia de que estaba tumbado en una hamaca de mi chalet, llorando como una nena y con una grandísima sonrisa de oreja a oreja. En ese momento fui consciente de que estaba siendo plenamente feliz. Feliz y en armonía con el universo. Así como lo leéis, tan simple y tan loco.

Me venían a la cabeza fugaces estampas, imágenes de amor desinteresado; ese amor que siente una madre por un hijo, una esposa por un marido (al menos recién celebrada la boda) o un niño por su mascota… ese amor que tanto sentimos al ser pequeños y que se nos olvida con el paso del tiempo.

Se entremezclaban arrepentimiento, orgullo, sensibilidad y sobre todo mucha, muchísima fascinación. Estaba viviendo un momento único, estaba sintiendo un amor absoluto por el espacio, propio de antiguos locos como  Aristarco, Galileo o Copérnico. Pensarás que la comparación es estúpida y exagerada (no te faltará razón) pero estoy seguro de que ellos sintieron algo muy parecido, porque sólo un amor y un interés tan enorme pudo haberles hecho dedicar media vida al estudio del universo y sus leyes físicas.

Los perrititos de mi chalet se me acercaban juguetones, con una cola moviéndose a ritmo vertiginoso y dando saltitos para auparse en mi regazo. Tal vez quisieran que les transmitiera algo de ese precioso momento, tal vez quisieran jugar, tal vez quisieran comer o simplemente dar por culo, pero estaban participando conmigo en esos instantes que fueron horas en mi interior. Con sus lametones y mordisquitos constantes, me transmitían un cariño que sólo saben transmitir los perros, mientras las estrellas me proyectaban esa fascinación que sólo produce mirar hacia lo infinito de un cielo que nunca, pase lo que pase aquí abajo en la Tierra, se inmuta.

En aquellos momentos no existía discrepancia ni duda alguna. El universo estaba hablando y yo escuchaba atento los latidos de su omnipresente corazón.

Llámalo como quieras. Ponle el adjetivo que más te guste, pero no niegues su existencia, porque yo he sido capaz de sentirlo y tú también puedes hacerlo. El universo transmite.

No sé lo que tienen las estrellas, pero sé que tienen algo. Yo nunca más volveré a dudar de su magia ni a despreciar esos silenciosos y únicos instantes, instantes en los que antes me aburría y que ese día me hicieron sentir de verdad y como pocas veces algo que todo ser humano busca toda su vida:  la auténtica felicidad.