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Credulidad y engaño. Cogito ergo sum

A lo largo de toda la historia y a lo ancho de todo el planeta siempre han existido enormes desigualdades. Desde la antigua Mesopotamia hasta las actuales sociedades de consumo de los lugares que conocemos con el escalofriante nombre de primer mundo.

Debido a estas desigualdades, y también a la codicia inherente a nuestra condición de humanos, ha habido siempre mucha gente que se ha buscado la vida en la detestable, a la vez que fascinante, cultura del engaño. Bien para sobrevivir como se podía o bien para ganar mucho por la vía fácil, el engaño ha estado siempre presente en nuestra historia.

Ante  este panorama, hay una serie de grupos de personas que siempre han salido directa y especialmente perjudicados. Importantes sectores de la sociedad. Me refiero a aquellos que no han sido aleccionados jamás para evitar las tretas. Los que han crecido en un ambiente donde la máxima era el respeto y la responsabilidad. Los de buena fe. Los que han vivido sin haber germinado la semilla de la maldad, y que piensan que todo el mundo es tan bueno como ellos. Incluso los que van de listos pero en el fondo son tan maleables como un trozo de barro fresco. Me refiero a los crédulos.

Hoy en día, teniendo en cuenta la gran evolución que ha vivido la especie humana, no deja de resultar sorprendente que los crédulos, esas personas que dan por ciertas muchas cosas sin someterlas a un estricto juicio interno, sigan siendo legión. Es más, resulta llamativo que en la actualidad, las personas nos advirtamos unas a otras de no caer en engaños mientras, por otro lado, estamos siendo víctimas de otro engaño que no alcanzamos a divisar.

En realidad, los seres humanos somos una mezcla de credulidad y escepticismo, donde lo relevante son las proporciones de ambos, que varían peligrosamente de unas personas a otras.

Muchas personas se consideran escépticas porque toman unas precauciones mínimas ante temas de cuestionable gravedad, para después picar el anzuelo de un engaño mucho más grave y flagrante. Hay, por ejemplo, quien al sacar un extracto bancario rompe en millones de trozos el papelito y desperdiga esos trozos por distintos lugares por si algún pirata informático le roba todo su dinero. Estas personas, después pueden no tener reparos en entregar su voto al más corrupto y sinvergüenza de los políticos “porque se le ve un buen hombre” y, por supuesto, es de su partido, de toda la vida.

La credulidad es un brote que crece fuerte y vigoroso en el caldo de cultivo de la ignorancia, de la falta de educación, del mínimo esfuerzo por pensar. En la actualidad, los campos están perfectamente abonados para la siembra y recogida de crédulos de forma periódica, constante e intensiva.

Para los que viven del engaño, no importa quienes sean los crédulos. Da igual si es un anciano que ha vivido toda su vida en el pueblo y que toma como dogma de fe todo lo que sale por la televisión, por la radio o por la Iglesia. Da igual si es un niño que vive preocupado por seguir la moda del momento y no llegar tarde a la moda siguiente, para poder así ser aceptado en el cruel mundo de la infancia. Da igual si es un adolescente al que le preocupan más los rizos de David Bisbal o las tetas de Hannah Montana que su propia vida. Da igual si es una persona que no ha conocido más mundo que su ciudad ni más gente que su familia y cuatro amigos, donde se fomenta un micromundo de pensamiento unidireccional. Da igual, incluso, si se trata de un discapacitado mental. De hecho, éstos últimos son una auténtica mina de oro para los trileros 2.0 de nuestra actual sociedad.

El engaño genera más poder y más dinero que cualquier otra actividad legal y éticamente responsable. En la mayoría de ocasiones, por omisión o por temeridad, los crédulos tienen gran culpa de ello. Un día, cuando iba al instituto y no me había salido de los cojones hacer un trabajo que debía entregar, puse cara de niño bueno sorprendido y le dije a la profesora que no sabía que el trabajo se entregaba ese día. La respuesta de la profesora, con una sórdida sonrisa, fue «el desconocimiento de la Ley no exime de la responsabilidad de incumplirla». Todos deberíamos aplicar esta frase en nuestra vida. Viviríamos mejor nosotros, los que nos rodean y los de más allá, porque hay demasiada gente que se escuda en la ignorancia fingida para sacar provecho y que otros paguen por él. Para engañar.

Sin embargo, no todo el mundo se cree lo primero que le cuentan, o pone pocas barreras para creérselo. Ante la credulidad de los crédulos, existe la desconfianza del “si no lo veo, no lo creo”. Para llegar al origen de esta frase, que es dogma de fe de los incrédulos (aunque resulte paradójico), nos tenemos que remontar a la época de los hechos “reales” en los que se basa la Biblia.

Según ésta, cuando Jesús resucitó, hubo uno de sus apóstoles que no las tenía todas consigo. Tomás el Apóstol, hoy conocido como Santo Tomás, rechazaba que alguien hubiera podido volver del mundo de los muertos, aunque fuera su admirado líder. Se negó a admitir su resurrección diciendo:   «Si no veo en sus manos la señal de los clavos,  meto mi dedo en el lugar de los clavos y meto mi mano en su costado, no creeré”. Cuenta el citado libro que, ocho días después, Tomás toca las heridas de su maestro con sus propias manos y entonces cree. Lejos de comprender la duda de Tomás, Jesús le recrimina haber necesitado ver para creer. Realmente curioso.

Pero ya hubo quien, mucho antes que existiera Santo Tomás, teorizó sobre la incredulidad, más allá incluso de las pruebas físicas que nuestros sentidos pudieran percibir. De una forma más profunda y agresiva.

Parménides fue un filósofo griego que nació quinientos años antes de que Tomás el Apóstol no lo creyera si no lo veía. Aunque el racionalismo como tal no se fundara hasta más de dos mil años después, siendo Descartes su máximo estandarte, se podría decir que la filosofía de Parménides era una filosofía fundamentalmente racionalista. Esto quiere decir que priorizaba la importancia de la razón para adquirir conocimiento, por encima del empirismo, que considera más importantes las percepciones de los sentidos.

Por tanto, Parménides creía que los sentidos nos engañaban, nos ofrecían una imagen errónea del mundo, tal y como la ciencia está demostrando en los últimos tiempos. Él pensaba que el máximo grado de conocimiento se podía adquirir mediante la razón, y la percepción de los sentidos debía ser ignorada si no se correspondía con lo que nuestra razón nos dictaba como verdadero.

Si Santo Tomás decía “Si no lo veo, no lo creo”, Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Consideraba que, como filósofo, era su obligación denunciar todas las “ilusiones” que nos provoca nuestro propio cuerpo. Ilusiones que se producen dentro de nuestro cerebro para darnos unas respuestas lógicas que podamos asimilar, lo que no implica que dichas respuestas sean “la verdad”.

Resulta interesante, curioso y tal vez incluso triste ver cómo después de todas las personas que nos han dejado un impresionante legado del que poder aprender y enriquecernos, hoy en día lo que la mayoría de gente se cree es lo que ve en los medios de comunicación. Después de toda la evolución cultural que ha tenido el ser humano, parece que con el tiempo las creencias se someten cada vez menos al dictado de la razón, por parte de la mayoría de la sociedad. Debería ser exactamente al revés.

Parece que los crédulos, como ejército de peones al servicio de los que les engañan, borran cada vez más la huella de todo aquel que nos dijo en el pasado que lo que debíamos hacer para crecer era, simplemente, pensar.

Pero en realidad no es así, porque siempre han existido y siempre existirán los que buscan el conocimiento mediante el pensamiento y no mediante la aceptación sin reservas de la opinión ajena, por el mero hecho de que esa opinión provenga de alguien socialmente importante.

De hecho, veo que cada vez somos más los que hemos elegido pensar y que no piensen por nosotros…

Porque es mejor pensar. ¿O no?

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Queridos maestros

Existen ciertas profesiones entorno a las cuales se han forjado las estructuras básicas de toda sociedad. Los poblados surgen alrededor de núcleos de personas capaces de intercambiarse trabajo y servicios, de forma que entre todos puedan satisfacer las necesidades básicas y comunes de la población. Dentro de este complejo engranaje social, hay por naturaleza profesiones y trabajos vitales para la supervivencia de esa sociedad.

Se necesitan ganaderos y agricultores que proporcionen los alimentos suficientes. Es básica la existencia de un médico que pueda estudiar y curar las enfermedades de las personas. También una figura de autoridad, en su forma de patriarca, jefe o lo que vendría a ser un juez; capaz de mantener el orden social aplicando las costumbres locales o las leyes.

Con la evolución social del ser humano, otras profesiones como banquero, autoridad religiosa o notario (y en el último siglo la implacable figura del político) se han erguido también como estándares de autoridad y profesiones básicas dentro de la burocracia de cualquier municipio o poblado. En España, además, han sido claves en la evolución de la sociedad los célebres oficios de fallera, camarero, flamenco o torero, pero eso ya es otro tema a tratar después de un par de cervezas.

En concreto, yo quiero hablar de una figura clave dentro del crecimiento de cualquier sociedad. Efectivamente, esa figura es la de la persona encargada de adquirir y difundir conocimientos para que las futuras generaciones estén educadas y formadas para poder seguir evolucionando. Es la preciosa profesión de maestro.

No seré yo quien diga que todos y cada uno de los maestros del mundo son personas impecables a los que habría que hacer un monumento por el increíble aporte que hace a la sociedad, pero sí es cierto que es uno de los sectores en los que se basa cualquier sociedad y con el paso de los tiempos está pasando a ser una profesión más, sin apenas apoyo y sin ningún tipo de autoridad, más que la de los alumnos educados que saben respetar.

Una de las profesiones que ha ido de más a menos a lo largo de la historia es la de maestro. Resulta impactante  pararse a reflexionar sobre cómo ha avanzado la ciencia y la tecnología en este último siglo, y el increíble deterioro de la calidad de la educación en la gran mayoría de los países desarrollados, pese a las altas tasas de alfabetización básica.

Sin embargo, y pese al poco respeto que se ha acabado por tener a la figura del profesor, no dejan de haber maestros. Sigue siendo una profesión casi totalmente vocacional, que no deja de enganchar a gente por lo entrañable que tiene la transmisión de conocimientos entre personas. Aún en los años de vacas flacas por los que pasa la enseñanza, seguiremos teniendo a nuestros queridos maestros dispuestos a transmitirnos su conocimento a cambio de atención y respeto.

Siempre me he llevado muy bien con los profesores que he tenido, y he tenido muchísimos. He vivido en nueve lugares diferentes y he ido a otros tantos colegios e institutos, y de todos ellos guardo con gran cariño el recuerdo de antiguos compañeros, pero sobre todo de algún profesor o profesora. Hoy en día, algunas de las personas que más aprecio son antiguos maestros, a los que guardo profundo respeto; primero por personas, luego por personas mayores y luego por profesores.

Mi relación con los profesores ha sido siempre muy especial porque mi familia viajaba constantemente de un sitio a otro, con lo que cada año o cada dos, yo estaba en un lugar nuevo. Y en un colegio nuevo. Si a eso unimos la imagen de un niño gordito, tímido, muy estudioso y fácilmente intimidable, obtenemos mis huesos como blanco perfecto de matones de recreo.

Debido a ello, en los colegios donde mi tímida personalidad acabó arrollada por la de los machos alfa del lugar, necesité la ayuda de algunos maestros. Con ellos y con los pocos alumnos en situaciones parecidas a la mía, era con quien yo me sentía bien. Ellos eran las personas amables, inteligentes y sensibles con las que me gustaba hablar, de las que era bonito aprender. Y como yo, sé que muchísimos niños se han apoyado y se apoyan en los maestros para poder aguantar el suplicio que, en algunos casos, puede suponer acudir todos los días al colegio.

Ha habido varios profesores y profesoras que me han ayudado mucho a lo largo de toda mi vida y cuyas enseñanzas todavía tengo presentes. Algunos me ayudaron con los matones, otros me ayudaron con los estudios y con otros he tenido gran amistad. Todos ellos significaron algo en aquel chaval tímido y asustadizo. Todos me ayudaron a crecer como persona, a vencer mis miedos y mis limitaciones.

Aún hoy en día conservo sus enseñanzas y su precioso recuerdo, porque me dieron lecciones que me ayudaron en su día y me siguen ayudando mientras escribo este texto. Como te habrá pasado a ti con algún maestro o maestra. Si alguien te regala una pieza de fruta, la disfrutas hasta que se acaba. Si alguien te da una lección, aprendes algo para toda la vida.

Como te pasará a ti mientras lees esto, a mi también me vienen recuerdos de muchos profesores. Algunos malos, pero la mayoría buenos. O buenísimos.

Recuerdo a don Juan, un entrañable abuelito sabio como muy pocas personas. Bajito, con gafas, regordete y con el pelo blanco; un hombre muy tranquilo que nunca levantó la voz en clase, ni falta que hacía. Sentir sus ojos clavados en los tuyos era suficiente para dejarte quieto como una estatua. Nunca olvidaré un día cuando este amable profesor nos dijo:

«No tengáis prisa por vivir. No queráis ser mayores. No hagáis las cosas antes de que el cuerpo os las pida. Tenéis que valorar vuestra infancia porque la echaréis de menos toda vuestra vida»

Descanse en paz, don Juan.

Y así podría seguir recordando muchos profesores que, en consonancia con la importancia de su trabajo, son más que meros intermediarios entre el libro y el alumno. Los maestros, en muchas ocasiones, se ven obligados a hacer de psicólogos, niñeras y hasta de guardianes, tareas que exceden de su preparación y de su competencia.

Por no hablar de la función de padre, esa que un maestro jamás debe desarrollar y que parece que muchos progenitores irresponsables les quieren transferir.

Al final, además de un trabajo, ser maestro puede ser una forma de vida. Una larga charla con mi gran amigo el guiri Antonio me desveló una frase simple pero cargada de significado. Me dijo que en la filosofía budista había un principio básico en lo que a transferencia del conocimiento se refiere. Con su voz grave y su cerrado acento británico, me dijo en un perfecto spanglish chapurreado:

«Yo te enseño. Tú me enseñas. Yo aprendo y tú aprendes. En la vida todos somos alumnos y todos somos maestros»

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Un partidito de Filosofía

La Filosofía, conocida etimológicamente como amor a la sabiduría, es un concepto muy relativo. Partiendo de ese punto,  todos podemos ser filósofos, ya que todo aquel que ame la sabiduría y que busque el conocimiento activamente puede considerarse a sí mismo un filósofo, o aprendiz de sabio.

Todo filósofo, aprendiz de sabio o persona a la que guste la filosofía (poned la etiqueta que más os guste) soñaría con ver a todos sus grandes ídolos juntos. Exactamente igual que un amante de la lectura, de la pintura o de cualquier otra actividad. La experiencia al ver a los grandes genios de una disciplina unidos podría llegar a ser orgásmica. Lo que pasa es que, como personas que son, a lo mejor al verlos a todos juntos nos podríamos llevar una gran sorpresa.

Quedamos a las 6 en casa de Platón

En el desvarío absoluto en el que va camino de convertirse esta entrada de blog, se me ocurre imaginar qué pasaría si los grandes estandartes de la Filosofía quedaran un día para echar la tarde. Lo que podríamos encontrarnos allí sería «no apto para cuerdos».

Imaginémonos (puestos ya a imaginar) que quedan en la casa de uno de ellos, de Platón, por ejemplo. El primero en llegar es su discípulo Aristóteles. Ambos comienzan una interesantísima discusión acerca de las ideas, defendiendo tenazmente sus puntos de vista hacia la materia y la razón. Platón insiste con vehemencia en que lo único real son las ideas, mientras que Aristóteles es más de pensar que esas ideas o conceptos sólo tienen valor en la medida en que se hayan relacionados con objetos materiales (ya se sabe, la típica charla sobre filosofía…). Poco después llega Sócrates, al cual ambos filósofos recurren para que les ilumine con su ecuánime punto de vista, pero Sócrates se hace el loco y pasa de los dos.

Más tarde llegarían el resto de citados. Kant y Schopenhauer han venido juntos manteniendo una romántica charla acerca del criticismo. Ante el jaleo que tienen montado en el salón Platón y Aristóteles, Sócrates se decide a ser él quien les abra la puerta. Justo en el momento de abrirla, escucha calumnias muy graves de Schopenhauer hacia Hegel (maldito hijo de perra, en concreto). Arthur intenta disimular, pero Sócrates lo ha oído todo. De todas formas, no tiene por qué preocuparse, a Sócrates todo esto se la suda.

Los filósofos van arribando y cada vez la pequeña choza de Platón está más llena. Con tanta discusión en voz alta ya es difícil distinguir bien una conversación de otra. Ya han llegado Epicuro, Leibniz, Heráclito y Jaspers, están todos. Bueno, todos no, faltaba Nietzsche, que es el último en llegar, con una mala cara visible y blasfemando del puto tráfico que había. No se disculpa por llegar tarde.

Así pues que nos encontramos con una casa llena de filósofos, casi sin cervezas en la nevera y con el ambiente ya bastante cargado. La verdad es que se sienten algo cansados de tanto discutir sin llegar a ninguna conclusión que satisfaga a todos.

Además hace un día maravilloso y en la casa no huele demasiado bien con tanto sobaco antiguo sudando. De pronto, uno de ellos lanza una propuesta para una tarde primaveral como la que hoy luce. «¿Y si nos echamos un partidito?». Todos los allí presentes callan en un silencio que se hace sepulcral. De repente, la maravillosa reunión de filósofos se va a la mierda. ¡El último que toque el larguero se pone!

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¡Los niños no son tontos!

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Tenemos la mala costumbre de hablar a los niños como si fueran estúpidos. Les hacemos carantoñas, les cantamos canciones sin sentido y hacemos cualquier cosa con tal de que sigan en una nube de ignorancia, con la excusa de que deben crecer felices y sin traumas. Si la educación es deficiente desde una etapa muy temprana, los casos de niños consentidos y maleducados se multiplican. Y luego tiene que venir Supernanny a salvarnos el culo.

No hace mucho me encontré en una estación de metro al lado de un señor que viajaba con su hijo. El tipo mantenía una maravillosa conversación de igual a igual con su pequeño, hablándole claro, como si fuera una persona adulta. Aquella conversación me llamó mucho la atención, y nuestras miradas acabaron cruzándose. El contacto duró lo suficiente como para que surgiera el primer comentario, romper el hielo y presentarnos. Acabamos hablando los tres en un banquito de la estación.

Aquel hombre me contó su historia. Él es argentino y por la maldita economía tuvo que venirse con su hijo para España. Tenía la suerte de poder dedicarse a lo que más le gustaba en la vida, una de las más bonitas y despreciadas profesiones a las que uno pueda dedicarse. Era payaso.

Le comenté que era admirable la forma en la que conversaba con su hijo, que no era fácil encontrar alguien que le hablara con tanta naturalidad a un niño que no tendría más de 6 años. Cuando le dije esto, lo primero que hizo el hombre fue mirar a su hijo y decirle «¿Oíste que lindo fue lo que dijo el chico?». El pequeño me miró y asintió con una sonrisa satisfecha, como si pensara «Gracias por darte cuenta tú también de que los niños no somos tontos». Recordé entonces cuando yo tenía 6 años y me daba cuenta de casi todo lo que acontecía a mi alrededor, inclusive de los intentos de los mayores para ocultarte la mayor parte de las cosas. Y recordé también que al enterarme años después de todo eso que se nos suele ocultar a los niños, me sentí frustrado, casi diría insultado. Soy niño, pero no soy estúpido. ¿Cuántos de nosotros habremos pensado eso alguna vez?

Aquel maravilloso payaso, con el traje de padrazo puesto, me dijo que a los niños, para que desarrollen su personalidad y crezcan felices, hay que tratarlos y hablarles como personas. Como personas en aprendizaje, pero como personas. No como boludos. Aquella conversación a tres bandas me dio mucho en qué pensar.

Estaba a punto de llegar mi tren, así que tocaba ir recogiendo los enseres, ignorados en el suelo por lo abstraído que me tenía aquella conversación.  La situación, con esa entrañable e interesante charla entre los tres, me había conmovido de una forma atípica. Intenté aguantarme las lágrimas hasta que nos despidiéramos, pero no lo conseguí. El chico vio como me caía la primera lágrima, y sonrió cómplice de mis sentimientos. Fueron lágrimas dulces, tan dulces como las que me caen escribiendo esta entrada y recordando aquellos momentos.

No me cabe la menor duda de que aquel niño, como su padre, acabará siendo una gran persona. Ojalá prodigue el ejemplo.

Y si aún sois de la opinión de que los niños son tontos, podéis flipar con esta acojonante charla (se desconoce en qué idioma) que le pega una niña a sus padres. Una niña con mejor oratoria que la mayoría de adultos.

Serán tonterías mías, pero hay momentos del vídeo (cuando el padre se ríe abiertamente) en que me da la sensación de que a la niña no le sienta demasiado bien que se partan la caja de ella. Y no tendrá más de 2 años…