Amor de hermanos (1ª parte)

Era un día de tantos en los que concidían. El ambiente, como solía suceder en esas ocasiones, estaba enrarecido, cargado de un odio que explotaría con cualquier fugaz roce de sus miradas, la chispa necesaria para transformar los deseos en acciones.

No obstante, esto no les pillaba de nuevo. Javi y Leo ya habían aprendido a vivir con ello, a tener que verse varias veces por semana en cualquier parte del edificio. Podían haber enterrado para siempre su amistad, pero seguían siendo vecinos, y casi casi familiares. De hecho, siempre habían sido como hermanos.

Javi vivía en el tercero B con su madre María, su hermana Ana (dos años menor que él) y su abuela Concha. El padre de Javi había fallecido en accidente de tráfico cuando él sólo tenía 5 años. Antes de eso, su familia vivía feliz en un pueblecito cercano a la ciudad, pero alejado de ruidos y de contaminación. Tanto a Javi como a Ana les encantaba vivir rodeados de naturaleza, y pensaban que el resto del mundo era tan bonito como ese idílico lugar donde ellos vivían. Al menos, lo pensaron hasta el desgraciado accidente de su padre, que tuvo lugar, irónicamente, mientras éste se desplazaba a la ciudad para trabajar.

Aquel terrible suceso voló por los aires toda la estabilidad familiar y obligó a María, la madre de ambos niños, a vender la casa del pueblo, ya que no podría seguir pagándola ella sola. Entonces, se mudaron los tres a la ciudad, al piso céntrico donde vivía Concha, la abuela materna de los pequeños.

El trauma de la pérdida de su padre fue más llevadero para los pequeños gracias al cuidado de su abuela y al gran apoyo que supuso el matrimonio de Chema y Virginia, los vecinos  que vivían al lado, en el tercero A. Ellos les proporcionaron ayuda para adaptarse a su nueva vida. Mucha ayuda y muchos consejos para sacar adelante la reformada familia. Gestos desinteresados que con el tiempo se convirtieron en una preciosa amistad entre dos familias vecinas, familias que fueron uniéndose cada vez más con el paso de los años.

Chema y Virginia tenían un único hijo, de nombre Leo. Leo tenía dos años menos que Javi y la misma edad de su pequeña hermana Ana. El pequeño Leo había nacido con una dolencia cardíaca que condicionó su vida y le obligó a vivir ligado a la medicación, a las revisiones periódicas y al constante cuidado de sus padres. Concha, la abuela de Ana y Javi, y Aurelio, su difunto esposo, habían tenido mucha afinidad con Chema y Virginia desde que éstos se casaron y se compraron aquel pisito en el centro.

Tanto Chema como Aurelio eran muy futboleros y los dos eran del Barcelona, con lo que el viejete y el recién casado acababan viendo juntos los partidos de los sábados por la noche, cada día en casa de uno, y a veces en el bar con los amigotes.

Al fallecer Aurelio, Concha se quedó sola, pero el hecho de tener como vecinos a los recién casados le ayudó mucho a sobrellevar su viudedad. Hacía la compra con Virginia y se encargaba de cuidar al pequeño Leo y de llevarlo a alguna revisión periódica cuando sus padres tenían trabajo. Se podía decir que las dos familias estaban ya unidas porque Concha se comportaba como si fuera la abuela del pequeño Leo.

Cuando María, la hija de Concha, también quedó viuda, se encontró con dos niños a cargo y una hipoteca a pagar en treinta años. No soportó la presión. Le cambiaron a su marido por una indemnización de 5 millones de pesetas y muchos ánimos para seguir adelante. Sola, sin trabajo y con una depresión enorme, decidió oír los consejos de su madre e irse a vivir con ella. Malvendió su casa del campo y se fue a vivir a la ciudad, donde tenía una casa pagada para sus hijos y la ayuda moral y económica de su madre. Allí, las dos se ayudarían en el mutuo dolor de haber perdido a sus maridos con apenas un par de años de diferencia.

María se encontró un panorama mucho mejor del que esperaba al llegar a la ciudad. Chema y Virginia, junto con el pequeño Leo, habían establecido fuertes lazos con Concha y eso ayudó muchísimo a la madre de Ana y Javi a sobrellevar su pena y a mantener sin apuros a sus hijos.

Como consecuencia de este cariño mutuo entre familias vecinas, los tres pequeños pasaban mucho tiempo juntos, y se hacían mucha compañía en sus desdichas. Desdichas que en el caso de Leo era su enfermedad, y en el caso de Ana y Javi, haber perdido a su padre y trasladarse a una ciudad donde todo les daba miedo y no conocían a nadie.

Las dos familias cada vez parecían más una sola. Casi todos los fines de semana hacían comida en una de las dos casas, y de vez en cuando se iban por las tardes al parque o a comer fuera de casa. Se unían y celebraban juntos todas esas cosas que las familias suelen hacer de forma periódica cada año:

En Navidad siempre encontraban un día para hacer una espléndida cena. En Semana Santa se iban juntos a comer monas de Pascua y a volar las cometas. En verano, los padres de los pequeños se guardaban dos semanitas para irse de vacaciones juntos. María incluso tuvo la oportunidad de rehacer su vida con Jorge, un amigo del matrimonio vecino.

Parecía que la adversidad había hecho unirse a ambas familias, y cada vez el dolor era más pequeño y las ganas de vivir más grandes. Leo, Javi y Ana se criaban con el paso de los años como una gran familia, y prácticamente se consideraban hermanos los tres. No obstante, ellos no eran conscientes de que el tiempo pasa y los niños crecen, muchas veces más rápido de lo que parece.

Pasados unos años, los tres «pequeños» eran ya casi adolescentes y estaban, cómo no, en el mismo grupo de amigos. Javi sentía especial predilección por una chica del grupo, con el repipi nombre de Jenny. A veces, ellos dos se apartaban del grupo, y Leo acababa acompañando una y otra vez a Ana a su casa, mientras Javi estaba dando una vuelta con la Jenny. Javi acabó saliendo con Jenny y dejando cada vez un poco más de lado al grupo, lo que también le hacía perder relación con su hermana y su vecino, que casi era un hermano más.

Fueron tantas tardes y tantas noches solos, que Ana y Leo acabaron gustándose. La ausencia de Javi les hizo pasar mucho tiempo juntos, demasiado para dos adolescentes aunque se consideraran casi familia. Leo vio en Ana a una chica inteligente, cariñosa y con un gran corazón, corazón que él nunca tuvo ni tan fuerte, ni tan lleno de amor. Siempre estaba atenta y le recordaba que era hora de tomarse su medicación, aunque Leo bien lo sabía. Se hacía el loco para que fuera Ana quien se lo recordase.

Ana, por su parte, veía en Leo a un chico muy sensible y muy valiente, ya que había estado toda su vida luchando contra la dolencia de su débil corazón. Cada vez que se miraban a los ojos, Ana se los veía brillantes y llenos de vida. Leo había cuidado muy bien de ella en la ausencia amorosa de Javi y era el chico con el que más a gusto se sentía de todo el grupo. No obstnate, sentirlo como si fuera un hermano era algo que le echaba para atrás a la hora de demostrar ningún tipo de afecto, más allá del afecto que se tienen los hermanos.

Ninguno de los dos se atrevió a dar el paso, y durante muchos meses siguieron haciendo vida normal, sin demostrarse todo lo que sentían. Iban al instituto, jugaban juntos a la consola, se iban a dar una vuelta con el grupo… pero pasó lo que tarde o temprano tenía que pasar. Las hormonas tomaron el control.

Un día de verano se fueron las dos familias a la piscina, como solían acostumbrar. Las miradas entre Ana y Leo eran más largas y más cómplices en los últimos tiempos, y sus cuerpos adolescentes les pedían a grito pelado terminar con esta absurda situación. Sin embargo, seguían teniendo el gran problema:  ¿Cómo les sentaría a sus familias?

Eso, sin duda, era muy importante, pero sus cuerpos se derretían en deseo y ya sólo era cuestión del cómo, el cuándo y el dónde

Continuará…

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