Conciencia, Cultura, Filosofía, Historia, Política, Reflexión, Sociedad

Credulidad y engaño. Cogito ergo sum

A lo largo de toda la historia y a lo ancho de todo el planeta siempre han existido enormes desigualdades. Desde la antigua Mesopotamia hasta las actuales sociedades de consumo de los lugares que conocemos con el escalofriante nombre de primer mundo.

Debido a estas desigualdades, y también a la codicia inherente a nuestra condición de humanos, ha habido siempre mucha gente que se ha buscado la vida en la detestable, a la vez que fascinante, cultura del engaño. Bien para sobrevivir como se podía o bien para ganar mucho por la vía fácil, el engaño ha estado siempre presente en nuestra historia.

Ante  este panorama, hay una serie de grupos de personas que siempre han salido directa y especialmente perjudicados. Importantes sectores de la sociedad. Me refiero a aquellos que no han sido aleccionados jamás para evitar las tretas. Los que han crecido en un ambiente donde la máxima era el respeto y la responsabilidad. Los de buena fe. Los que han vivido sin haber germinado la semilla de la maldad, y que piensan que todo el mundo es tan bueno como ellos. Incluso los que van de listos pero en el fondo son tan maleables como un trozo de barro fresco. Me refiero a los crédulos.

Hoy en día, teniendo en cuenta la gran evolución que ha vivido la especie humana, no deja de resultar sorprendente que los crédulos, esas personas que dan por ciertas muchas cosas sin someterlas a un estricto juicio interno, sigan siendo legión. Es más, resulta llamativo que en la actualidad, las personas nos advirtamos unas a otras de no caer en engaños mientras, por otro lado, estamos siendo víctimas de otro engaño que no alcanzamos a divisar.

En realidad, los seres humanos somos una mezcla de credulidad y escepticismo, donde lo relevante son las proporciones de ambos, que varían peligrosamente de unas personas a otras.

Muchas personas se consideran escépticas porque toman unas precauciones mínimas ante temas de cuestionable gravedad, para después picar el anzuelo de un engaño mucho más grave y flagrante. Hay, por ejemplo, quien al sacar un extracto bancario rompe en millones de trozos el papelito y desperdiga esos trozos por distintos lugares por si algún pirata informático le roba todo su dinero. Estas personas, después pueden no tener reparos en entregar su voto al más corrupto y sinvergüenza de los políticos “porque se le ve un buen hombre” y, por supuesto, es de su partido, de toda la vida.

La credulidad es un brote que crece fuerte y vigoroso en el caldo de cultivo de la ignorancia, de la falta de educación, del mínimo esfuerzo por pensar. En la actualidad, los campos están perfectamente abonados para la siembra y recogida de crédulos de forma periódica, constante e intensiva.

Para los que viven del engaño, no importa quienes sean los crédulos. Da igual si es un anciano que ha vivido toda su vida en el pueblo y que toma como dogma de fe todo lo que sale por la televisión, por la radio o por la Iglesia. Da igual si es un niño que vive preocupado por seguir la moda del momento y no llegar tarde a la moda siguiente, para poder así ser aceptado en el cruel mundo de la infancia. Da igual si es un adolescente al que le preocupan más los rizos de David Bisbal o las tetas de Hannah Montana que su propia vida. Da igual si es una persona que no ha conocido más mundo que su ciudad ni más gente que su familia y cuatro amigos, donde se fomenta un micromundo de pensamiento unidireccional. Da igual, incluso, si se trata de un discapacitado mental. De hecho, éstos últimos son una auténtica mina de oro para los trileros 2.0 de nuestra actual sociedad.

El engaño genera más poder y más dinero que cualquier otra actividad legal y éticamente responsable. En la mayoría de ocasiones, por omisión o por temeridad, los crédulos tienen gran culpa de ello. Un día, cuando iba al instituto y no me había salido de los cojones hacer un trabajo que debía entregar, puse cara de niño bueno sorprendido y le dije a la profesora que no sabía que el trabajo se entregaba ese día. La respuesta de la profesora, con una sórdida sonrisa, fue «el desconocimiento de la Ley no exime de la responsabilidad de incumplirla». Todos deberíamos aplicar esta frase en nuestra vida. Viviríamos mejor nosotros, los que nos rodean y los de más allá, porque hay demasiada gente que se escuda en la ignorancia fingida para sacar provecho y que otros paguen por él. Para engañar.

Sin embargo, no todo el mundo se cree lo primero que le cuentan, o pone pocas barreras para creérselo. Ante la credulidad de los crédulos, existe la desconfianza del “si no lo veo, no lo creo”. Para llegar al origen de esta frase, que es dogma de fe de los incrédulos (aunque resulte paradójico), nos tenemos que remontar a la época de los hechos “reales” en los que se basa la Biblia.

Según ésta, cuando Jesús resucitó, hubo uno de sus apóstoles que no las tenía todas consigo. Tomás el Apóstol, hoy conocido como Santo Tomás, rechazaba que alguien hubiera podido volver del mundo de los muertos, aunque fuera su admirado líder. Se negó a admitir su resurrección diciendo:   «Si no veo en sus manos la señal de los clavos,  meto mi dedo en el lugar de los clavos y meto mi mano en su costado, no creeré”. Cuenta el citado libro que, ocho días después, Tomás toca las heridas de su maestro con sus propias manos y entonces cree. Lejos de comprender la duda de Tomás, Jesús le recrimina haber necesitado ver para creer. Realmente curioso.

Pero ya hubo quien, mucho antes que existiera Santo Tomás, teorizó sobre la incredulidad, más allá incluso de las pruebas físicas que nuestros sentidos pudieran percibir. De una forma más profunda y agresiva.

Parménides fue un filósofo griego que nació quinientos años antes de que Tomás el Apóstol no lo creyera si no lo veía. Aunque el racionalismo como tal no se fundara hasta más de dos mil años después, siendo Descartes su máximo estandarte, se podría decir que la filosofía de Parménides era una filosofía fundamentalmente racionalista. Esto quiere decir que priorizaba la importancia de la razón para adquirir conocimiento, por encima del empirismo, que considera más importantes las percepciones de los sentidos.

Por tanto, Parménides creía que los sentidos nos engañaban, nos ofrecían una imagen errónea del mundo, tal y como la ciencia está demostrando en los últimos tiempos. Él pensaba que el máximo grado de conocimiento se podía adquirir mediante la razón, y la percepción de los sentidos debía ser ignorada si no se correspondía con lo que nuestra razón nos dictaba como verdadero.

Si Santo Tomás decía “Si no lo veo, no lo creo”, Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Consideraba que, como filósofo, era su obligación denunciar todas las “ilusiones” que nos provoca nuestro propio cuerpo. Ilusiones que se producen dentro de nuestro cerebro para darnos unas respuestas lógicas que podamos asimilar, lo que no implica que dichas respuestas sean “la verdad”.

Resulta interesante, curioso y tal vez incluso triste ver cómo después de todas las personas que nos han dejado un impresionante legado del que poder aprender y enriquecernos, hoy en día lo que la mayoría de gente se cree es lo que ve en los medios de comunicación. Después de toda la evolución cultural que ha tenido el ser humano, parece que con el tiempo las creencias se someten cada vez menos al dictado de la razón, por parte de la mayoría de la sociedad. Debería ser exactamente al revés.

Parece que los crédulos, como ejército de peones al servicio de los que les engañan, borran cada vez más la huella de todo aquel que nos dijo en el pasado que lo que debíamos hacer para crecer era, simplemente, pensar.

Pero en realidad no es así, porque siempre han existido y siempre existirán los que buscan el conocimiento mediante el pensamiento y no mediante la aceptación sin reservas de la opinión ajena, por el mero hecho de que esa opinión provenga de alguien socialmente importante.

De hecho, veo que cada vez somos más los que hemos elegido pensar y que no piensen por nosotros…

Porque es mejor pensar. ¿O no?

Anécdotas, Cultura, Recuerdos, Reflexión

Queridos maestros

Existen ciertas profesiones entorno a las cuales se han forjado las estructuras básicas de toda sociedad. Los poblados surgen alrededor de núcleos de personas capaces de intercambiarse trabajo y servicios, de forma que entre todos puedan satisfacer las necesidades básicas y comunes de la población. Dentro de este complejo engranaje social, hay por naturaleza profesiones y trabajos vitales para la supervivencia de esa sociedad.

Se necesitan ganaderos y agricultores que proporcionen los alimentos suficientes. Es básica la existencia de un médico que pueda estudiar y curar las enfermedades de las personas. También una figura de autoridad, en su forma de patriarca, jefe o lo que vendría a ser un juez; capaz de mantener el orden social aplicando las costumbres locales o las leyes.

Con la evolución social del ser humano, otras profesiones como banquero, autoridad religiosa o notario (y en el último siglo la implacable figura del político) se han erguido también como estándares de autoridad y profesiones básicas dentro de la burocracia de cualquier municipio o poblado. En España, además, han sido claves en la evolución de la sociedad los célebres oficios de fallera, camarero, flamenco o torero, pero eso ya es otro tema a tratar después de un par de cervezas.

En concreto, yo quiero hablar de una figura clave dentro del crecimiento de cualquier sociedad. Efectivamente, esa figura es la de la persona encargada de adquirir y difundir conocimientos para que las futuras generaciones estén educadas y formadas para poder seguir evolucionando. Es la preciosa profesión de maestro.

No seré yo quien diga que todos y cada uno de los maestros del mundo son personas impecables a los que habría que hacer un monumento por el increíble aporte que hace a la sociedad, pero sí es cierto que es uno de los sectores en los que se basa cualquier sociedad y con el paso de los tiempos está pasando a ser una profesión más, sin apenas apoyo y sin ningún tipo de autoridad, más que la de los alumnos educados que saben respetar.

Una de las profesiones que ha ido de más a menos a lo largo de la historia es la de maestro. Resulta impactante  pararse a reflexionar sobre cómo ha avanzado la ciencia y la tecnología en este último siglo, y el increíble deterioro de la calidad de la educación en la gran mayoría de los países desarrollados, pese a las altas tasas de alfabetización básica.

Sin embargo, y pese al poco respeto que se ha acabado por tener a la figura del profesor, no dejan de haber maestros. Sigue siendo una profesión casi totalmente vocacional, que no deja de enganchar a gente por lo entrañable que tiene la transmisión de conocimientos entre personas. Aún en los años de vacas flacas por los que pasa la enseñanza, seguiremos teniendo a nuestros queridos maestros dispuestos a transmitirnos su conocimento a cambio de atención y respeto.

Siempre me he llevado muy bien con los profesores que he tenido, y he tenido muchísimos. He vivido en nueve lugares diferentes y he ido a otros tantos colegios e institutos, y de todos ellos guardo con gran cariño el recuerdo de antiguos compañeros, pero sobre todo de algún profesor o profesora. Hoy en día, algunas de las personas que más aprecio son antiguos maestros, a los que guardo profundo respeto; primero por personas, luego por personas mayores y luego por profesores.

Mi relación con los profesores ha sido siempre muy especial porque mi familia viajaba constantemente de un sitio a otro, con lo que cada año o cada dos, yo estaba en un lugar nuevo. Y en un colegio nuevo. Si a eso unimos la imagen de un niño gordito, tímido, muy estudioso y fácilmente intimidable, obtenemos mis huesos como blanco perfecto de matones de recreo.

Debido a ello, en los colegios donde mi tímida personalidad acabó arrollada por la de los machos alfa del lugar, necesité la ayuda de algunos maestros. Con ellos y con los pocos alumnos en situaciones parecidas a la mía, era con quien yo me sentía bien. Ellos eran las personas amables, inteligentes y sensibles con las que me gustaba hablar, de las que era bonito aprender. Y como yo, sé que muchísimos niños se han apoyado y se apoyan en los maestros para poder aguantar el suplicio que, en algunos casos, puede suponer acudir todos los días al colegio.

Ha habido varios profesores y profesoras que me han ayudado mucho a lo largo de toda mi vida y cuyas enseñanzas todavía tengo presentes. Algunos me ayudaron con los matones, otros me ayudaron con los estudios y con otros he tenido gran amistad. Todos ellos significaron algo en aquel chaval tímido y asustadizo. Todos me ayudaron a crecer como persona, a vencer mis miedos y mis limitaciones.

Aún hoy en día conservo sus enseñanzas y su precioso recuerdo, porque me dieron lecciones que me ayudaron en su día y me siguen ayudando mientras escribo este texto. Como te habrá pasado a ti con algún maestro o maestra. Si alguien te regala una pieza de fruta, la disfrutas hasta que se acaba. Si alguien te da una lección, aprendes algo para toda la vida.

Como te pasará a ti mientras lees esto, a mi también me vienen recuerdos de muchos profesores. Algunos malos, pero la mayoría buenos. O buenísimos.

Recuerdo a don Juan, un entrañable abuelito sabio como muy pocas personas. Bajito, con gafas, regordete y con el pelo blanco; un hombre muy tranquilo que nunca levantó la voz en clase, ni falta que hacía. Sentir sus ojos clavados en los tuyos era suficiente para dejarte quieto como una estatua. Nunca olvidaré un día cuando este amable profesor nos dijo:

«No tengáis prisa por vivir. No queráis ser mayores. No hagáis las cosas antes de que el cuerpo os las pida. Tenéis que valorar vuestra infancia porque la echaréis de menos toda vuestra vida»

Descanse en paz, don Juan.

Y así podría seguir recordando muchos profesores que, en consonancia con la importancia de su trabajo, son más que meros intermediarios entre el libro y el alumno. Los maestros, en muchas ocasiones, se ven obligados a hacer de psicólogos, niñeras y hasta de guardianes, tareas que exceden de su preparación y de su competencia.

Por no hablar de la función de padre, esa que un maestro jamás debe desarrollar y que parece que muchos progenitores irresponsables les quieren transferir.

Al final, además de un trabajo, ser maestro puede ser una forma de vida. Una larga charla con mi gran amigo el guiri Antonio me desveló una frase simple pero cargada de significado. Me dijo que en la filosofía budista había un principio básico en lo que a transferencia del conocimiento se refiere. Con su voz grave y su cerrado acento británico, me dijo en un perfecto spanglish chapurreado:

«Yo te enseño. Tú me enseñas. Yo aprendo y tú aprendes. En la vida todos somos alumnos y todos somos maestros»

Cultura, Curiosidades, Humor, Recuerdos, Reflexión, Salud, Sociedad

Karlos Arguiñano, la alegría de la huerta

Lo mismo te canta un bolero, que una copla, que el rock and roll en la plaza del pueblo. Igual te cuenta un chiste de médicos que uno de políticos. Mientras cocina, igual te habla de filosofía, que de fútbol, que de política. Lo mismo te hace una tortilla que un arroz al horno.

Y lo mismo le da que le da lo mismo, porque Karlos Arguiñano disfruta con todo lo que hace, y para darse cuenta de ello no hay más que mirarle a los ojos y ver el semblante de felicidad que sólo dan los años y la armonía de una vida plena y alegre.

Queridas amigas, queridos amigos y queridas familias, hoy quiero hablaros de un hombre maravilloso que sabe sacar la alegría de una huerta perdida en el País Vasco y servírnosla al resto del mundo en suculentos platos llenos de sabores, aromas y, sobre todo, cariño. Va por tí Karlos, con mucho fundamento y una ramita de perejil.

Karlos Arguiñano lleva saliendo en la tele más tiempo del que yo tengo con uso de razón. Desde que era pequeño ya me llamó la atención su barba cerrada y su grave tono de voz, además de la forma alegre y amena con la que explicaba las recetas y hacía llevadera la sobremesa de todos los hogares. Hogares que al principio fueron los vascos (ETB)  luego los de toda España (TVE1), luego los argentinos (Canal 13) y gracias a Internet luego los hogares de todo el mundo. Actualmente lo podemos seguir disfrutando todos los días en las sobremesas de Telecinco.

Arguiñano es un tipo con un talento especial curtido a base de años entre fogones y cámaras. Siempre me ha llamado la atención la forma que tiene de pelar, trocear y preparar toda clase de alimentos mientras mira a la cámara y habla como si estuviera en tu propia casa, charlando contigo de forma amable y sincera como lo hace cualquier abuelito humilde en cualquier recóndito pueblecito de la geografía española.

Con toda la serenidad del mundo, puede pelar tres zanahorias, picar en juliana dos cebollas y trocearte un rape mientras mira a cámara y te comenta una curiosa anécdota de las trescientas mil que ha vivido. Cuando ha acabado con la anécdota, se ríe de forma campechana y cuando te quieres dar cuenta ya está tapando la olla donde lo ha metido todo mientras te dice «pues esto lo dejamos hervir media horita y tenemos un caldo excepcional, ¿eh? Rico rico y barato barato».

Pero no todo es cocina en la cocina de Arguiñano. Como ya he dicho, es muy dado a hablar, a cantar, a comentar con alegría o seriedad dependiendo del caso que le ocupe en ese momento. Ver el programa de Arguiñano es lo más parecido a estar con tu abuela mientras hace la comida para toda la familia y te cuenta su vida, te da consejos y te mima el estómago, el corazón y el alma.

Cuando cocina, él es como es, ahí no hay actuación ninguna. Intenta, obviamente, no meterse en berenjenales con sus opiniones, ya que sabe que le está viendo todo el mundo, pero da su opinión acerca de todo lo que se le pasa por la cabeza. Y lo hace  con respeto y con humildad, como tendrían que hablar todas las personas.

Quien piense que el programa de Karlos es sólo de cocina se equivoca, ya que ese espacio temporal de la sobremesa es como los pequeños ultramarinos de pueblo, donde te venden las lentejas, las compresas y si te hace falta, tienes en la estantería de la derecha pilas para el mando a distancia. El programa de Karlos es un oasis de paz donde cada uno va a hacer lo que necesita: Unos van a aprender cocina, otros a desestresarse, a reírse, a pasar el rato o incluso a aprender un poco de la vida. Karlos Arguiñano, en pocas palabras, es un showman total, pero a diferencia de la mayoría de showmans, tras bastidores es incluso mejor de lo que enseña por cámara. Y ésta es la gran diferencia entre Arguiñano y el resto de hombres de la televisión.

He visto los programas de Karlos Arguiñano desde que era bien pequeño, pero su esencia he tardado muchos años en captarla. Al principio lo veía como la mayoría de la gente, como un programa de cocina con un viejo chocho que habla demasiado e intenta constantemente hacerse el gracioso. No obstante, con el paso del tiempo y con ciertas circunstancias personales que he pasado, aprendí a disfrutarlo y a valorarlo como mucho más que un  simple programa en el que te enseñan a cocinar. Me explico:

Hace un tiempo, yo trabajaba en una gestoría. Mi trabajo consistía en salir de buena mañana con el coche y visitar Registros de la Propiedad y notarías de multitud de pueblos. Por la tarde iba a la oficina e introducía todo el trabajo de la mañana en las bases de datos de la empresa. Yo tiendo a ser una persona más bien tranquila, alejada de ruidos, alborotos y prisas, y ese era un trabajo horriblemente estresante. En pocas palabras, podríamos decir que para alguien como yo, ese trabajo era un auténtico infierno. Y aguanté. Y aguanté durante mucho más tiempo del que yo mismo me creía capaz. Hubieron muchas cosas que me hicieron aguantar, pero aunque parezca estúpido, el programa de Karlos Arguiñano fue una de esas cosas.

A mediodía, llegaba a casa exhausto. Estresado por las prisas y por jugarme un día más la vida en la carretera, una de las cosas que me daba fuerzas para seguir adelante y terminar aquella jornada era el programa de Karlos. Ese «kit-kat» de paz, armonía y buen humor me relajaba y me recargaba las pilas para continuar la batalla de un trabajo que me estaba consumiendo por dentro. Ha habido días en los que he llegado a casa tardísimo y sin tiempo para comerme nada más que una bronca de mis jefes y una dosis de impotencia, y gracias a ver 10 minutos el programa de Arguiñano he podido seguir en la batalla con la mente más o menos lúcida. He llegado a llorar viendo su programa porque era lo único bueno y tranquilo que me iba a pasar ese día.

Pienso en la cantidad de personas que hay a las que Karlos Arguiñano habrá ayudado a sobrellevar el duro día a día y no puedo sino escribir estas líneas para agradecérselo, porque cocineros hay muchos pero Karlos Arguiñano hay y sólo habrá uno.

Yo doy gracias de poder seguir disfrutándolo en vida, y por muchos años. Y no me queda sino para despedirme algunos de sus highlights, su entrevista con Buenafuente y un gran ¡¡¡Tuis, tuis!!!

Gracias maestro.

Edito: El amigo Muy Relativo me aporta un documento del que no tenía constancia acerca de la buena fe y humanidad de este gran hombre. Podéis leerlo pinchando aquí.

Postdata:

Este es un homenaje a Karlos Arguiñano por su programa , su trayectoria profesional y lo que ha representado para mí.  Quien quiera polemizar sobre política o terrorismo, que use otros foros o acuda a la Justicia, este post no se ha hecho para tal cosa. Os ruego seáis totalmente respetuosos.

Conciencia, Cultura, Curiosidades, Filosofía, Historia, Medios de comunicación, Política, Reflexión, Sociedad

La desconfianza para vencer al miedo

A simple vista puede parecer que desconfianza y miedo son palabras parecidas, relacionadas en significado y utilización. Es más, hasta se podrían llegar a considerar sinónimos.

Se puede utilizar correctamente el argumento de que la desconfianza y el miedo van juntos en numerosas ocasiones. Por ejemplo, si ves a alguien de noche por la calle con muy malas pintas y te dice que te acerques, seguramente no acudirás porque no te inspira confianza, y esa desconfianza se traduce en miedo. No obstante, muchas veces la desonfianza te puede ayudar a vencer el miedo que se le presupone al que desconfía de algo.

Para que esto no se acabe convirtiendo en un trabalenguas sin sentido, cabe señalar una de las diferencias básicas entre tener miedo y desconfiar de algo: el miedo suele provocar sumisión mientras que la desconfianza lo que provoca es discrepancia e insumisión.

Miedo y desconfianza a través del tiempo

Es precisamente esa diferencia entre miedo y desconfianza la que ha llevado al conflicto al ser humano en todas las civilizaciones. Todas ellas, desde Mesopotamia hasta Roma pasando por Egipto, han utilizado el miedo para mantener al pueblo llano bajo su yugo. La confianza en el sistema establecido y  el amor a la patria han sido siempre máximas para que la gente pudiera morir por su estado, no sólo por miedo a ser un insumiso, sino también por confianza en morir por algo justo. Porque creen que están muriendo por el triunfo de la libertad y la justicia. De este modo, cualquier estado usa a su población para mantenerse vivo y fortalecerse con el tiempo.

Es una operación  sin aparentes fisuras, que se empezó a dar hace diez mil años, cuando los pueblos eran nómadas y, por primera vez, le dieron poder a un funcionario para gestionar los excedentes de ganado. Con el tiempo,  los estados han ido adquiriendo una inmunidad asombrosa, siendo prácticamente inmunes ante la ley cuando el ciudadano de a pie cada vez tiene menos libertades individuales (sobre todo antiguamente, pero tambien en la actualidad).

El Estado Ideal, la utopía de todo Gobierno

Desde que, como he dicho antes, hace diez mil años apareciera la figura de la autoridad, todos los estados han nacido con el fin de perpetuarse consiguiendo un «estado ideal». Lejos del estado ideal sobre el que escribió Platón, en el que premiaran cosas como la razón, la justicia y el conocimiento, los estados han tratado a lo largo de la historia de prevalecer por encima de su propia población, la que realmente le da sentido a un estado y a toda forma de gobierno.

Como las matemáticas son el auténtico lenguaje del universo, me he tomado la licencia de teorizar una ecuación muy de andar por casa, para explicar la forma en la que los estados intentan mantenerse en el poder para siempre consiguiendo la forma del «estado ideal». Se podría visualizar en una operación parecida a esta:

Estado ideal= y + z + x *(x₁ – x₂)

El estado Y (puedes poner el estado que quieras, actual o antiguo) tiene bajo su soberanía a X personas, divididas entre sumisas  (x₁) e insumisas (x₂) y debe cuidar de ellas, es SU responsabilidad.

Para ello, el estado Y implanta el sistema Z (pon aquí dictadura, comunismo o incluso democracia, aunque de esta última hablaremos luego) y con el argumento de que el sistema Z es el mejor (o el menos malo) trata de fortalecerlo con todos los medios a su alcance. Estos medios incluyen desde la propaganda para reclutar a las personas que son indiferentes o afines al sistema Z, hasta la represión para quien está en contra de dicho sistema.

El futuro del estado Y y la posibilidad del «estado ideal» dependerá del resultado de multiplicar a X (número total de personas) por  el resultado de la resta de sumisos menos insumisos, y de cómo éstos grupos defiendan su posición ante el sistema Z implantado por el estado Y.

Si el número de sumisos (x₁) es muy superior al de insumisos (x₂), X será una variante con un valor alto. Esto signfica que el estado Y tendrá un gran respaldo social, lo cual le hará consolidarse con el sistema Z.

Por contra, si en algún momento concreto de la Historia, de esta operación resulta una variante X de número no muy alto ó negativo, se producirá una revolución y es posible que el estado Y no tenga mucho futuro con el sistema Z.

A lo largo de la historia muchos sistemas se han mantenido durante muchísimo tiempo, dando lugar incluso a grandes imperios, gracias al efectivo trabajo del estado para convencer a los afines e indiferentes, y para reprimir a los insumisos.

Pero, a excepción del sistema democrático y de los pocos pero crueles dictadores que aún existen en el mundo, todos los sitemas han acabado sucumbiendo ante revoluciones populares o guerras contra otros estados.

El «estado ideal» se ha logrado durante un tiempo, pero al final todo sistema injusto es susceptible de ser derrocado por sus propios habitantes o por otros estados. Cayeron el imperio romano, el absolutismo francés, la alemania nazi, el colonialismo británico en la India o el comunismo soviético.

Democracia, corrupción y mecanismos de sumisión

La democracia sería caso a parte, ya que en su esencia está implantada por una soberanía que reside en el pueblo. En realidad, si la democracia estuviera realmente implantada en base a sus principios teóricos, estaría fuera de la ecuación propuesta, ya que no sería un estado quien implantara un sistema, sino toda la población con sus votos.

El problema es que la democracia hoy en día se ve corrupta por muchísimos de los señores elegidos libremente por el pueblo para representarnos. Léete un par de periódicos y verás que, por todas partes, hay injusticia y corrupción. Date una vuelta por Internet y encontrarás noticias constantes de abusos ante los que la «libertaria» democracia no hace nada. Y no hace nada porque nosotros no se lo decimos.

En realidad, y por mucho que nos duela, estamos corruptos por dentro, tanto como los políticos que elegimos libremente y que luego se ven obligados a ceder ante la fuerza de entes empresariales y económicos. Desde este punto de vista se hace buena la tan escuchada frase de Winston Churchill «Tenemos a los gobernantes que merecemos» porque somos nosotros quienes elegimos a quien tolera tan absoluta injusticia. Ya no existe Hitler, ni Franco ni Mussolini, pero se siguen cometiendo infinidad de crímenes a diario.

Y, ¿por qué permitimos esto? ¿por qué seguimos votando a los mismos partidos? ¿Somos conscientes de la suerte de vivir en democracia y  del poder que le otorgamos a los políticos?

Como he explicado antes, todos los estados han tratado de convencer a sus ciudadanos para que éstos defiendan el sistema implantado, y ante los que no acababan convencidos o sumisos, ha usado la represión.  En la democracia no ocurre lo contrario.  Si tú te consideras buena persona, quieres el bien y eres consciente de las injusticias que propician tanta guerra y tanta hambre, uno de esos dos mecanismos te está anulando para denunciarlo:

-El primer mecanismo es convencer, generar confianza y sumisión voluntaria. Esto lo otorga la calidad de vida de los países desarrollados. Son los medios de comunicación (en su mayoría, por no decir en su totalidad, sectarizados y politizados), los causantes de que se hable a diario de Cristiano Ronaldo y no se sepa quién es ni qué ha hecho gente tan buena como Vicente Ferrer. Es el himno nacional y su correspondiente bandera. El primer mecanismo es idiotizarte para que «adores al líder», o por lo menos, para que tú y tu tímida discrepancia os mantengáis lejos e inofensivos. Es la música pop comercial, la mayoría de grandes producciones de Hollywood  o la prensa rosa.

-El segundo mecanismo, es el de refuerzo por si falla el primero. Si no te dejas comer el coco y sigues discrepando, el segundo mecanismo es la prohibición, la represión y la fuerza bruta (eso sí, siempre porque el estado piensa en tí y en tu bien). Este segundo mecanismo está tan utilizado como el primero, porque para perjuicio de nuestros gobernantes, tenemos derechos y los podemos defender, aunque no solamos hacerlo casi nunca, principalmente porque no los conocemos ni sabemos el modo de actuar. Al no conocer ni nuestros derechos ni como defenderlos, vamos tragando poquito a poco con las pequeñas restricciones que nuestro estado nos pone. Primero es una ligera restricción de cualquier acto que hasta entonces era normal, luego es pagar por aparcar en la calle, luego hay un ataque terrorista y, de repente, pueden cachearte, pincharte el teléfono, bloquear tus cuentas bancarias e incluso meterte en la cárcel sin tener un cargo concreto contra tí, convirtiendo el mundo entero en una gran prisión.  Sin comerlo ni beberlo, y con la ley en la mano, el estado puede reprimirte aunque no estés haciendo daño a nadie con tu actos.

Las leyes «invisibles»

La democracia se basa en un ordenamiento jurídico, en leyes. Dichas leyes son de obligado cumplimiento, pues se consideran consensuadas y aceptadas por el conjunto de la población. Pero cuando se silencia la aprobación de ciertas leyes que restringen libertades, has de estar muy ávido para enterarte y poder denunciarlo. Estamos demasiado ocupados preocupados por el terrorismo, la gripe A ó simplemente con sobrevivir ante la actual crisis, y con este tipo de situaciones a modo de cortina de humo, se propician leyes para reprimir un poco más a la población.

No somos conscientes de la gran cantidad de leyes que nos han querido «colar» y que chocaban más o menos contra la Constitución Española. Nunca ha habido un sistema por el que las leyes sean revisadas de oficio, se da por hecho que al ser aprobadas por las Cortes Generales y publiadas en un Boletín que nadie se preocupa de leer (y mucho menos de interpretar) son válidas. Esto quiere decir que se pueden hacer (y se han aprobado muchas veces) leyes que chocan contra reglamentos de mayor jerarquía que garantizan libertades individuales, pero no han sido rectificadas hasta que, tiempo después, la presión social lo ha provocado.

Este es un gran hándicap de la democracia, porque a la población se le oculta y se le miente sobre la creación de muchas normas que jamás deberían existir. La democracia genera gran cantidad de libertad para las personas, pero a la vez propicia un estado corrupto en el que puedes ser desposeído de ciertos derechos por normas aprobadas por el partido al que votas, lo que es una gran paradoja. Como dicen en el peliculón V de Vendetta: «Los gobernantes deberían temer al pueblo, y no al revés».

A pesar de estos mecanismos para la sumisión (lo que provoca miedo de muchos tipos) mucha gente sigue sintiéndose segura profesando una religión, apoyando a un partido político o perteneciendo a un grupo concreto. Esa falsa sensación de seguridad nos tranquiliza porque el ser humano necesita creer en algo, sentirse parte de algo que le valora, le respeta y le protege. Nos hace sentirnos seguros, pero eso nos convierte en dependientes, en sumisos ante el grupo al que pertenecemos.

La represión tiene un «precio» demasiado alto

Lo que nuestros gobernantes no son capaces de entender (porque realmente no son demasiado inteligentes) es que económicamente, el estado no puede hacer frente al gasto que supone reprimir y abusar tanto del ciudadano, porque esto genera un coste administrativo muy superior al beneficio que se obtiene por perseguir conductas ilegales pero muy arraigadas como: pequeñas evasiones de impuestos, la posesión de pequeñas cantidades de droga para consumo propio o ciertas actividades económicas en dinero B. Se intenta criminalizar a los pequeños delincuentes y premiar a los peces gordos con cargos públicos o grandes empresas, los cuales cometen delitos mucho peores y cuyas sanciones deberían ser astronómicas, aumentando de esta manera las arcas del estado.

Ese gasto tan alto que produce perseguir a los pobres diablos más que a los peces gordos, al final, no va a repercutir sino en el de siempre, en el ciudadano de a pie que pagará más impuestos y se verá más oprimido, con menos libertades individuales y sociales.

De este modo, aunque en cada época de una forma distinta, la represión de los estados ha culminado casi siempre en la destrucción del propio estado o del sistema que ha implantado, gracias a que sus habitantes han pasado de ser sumisos a insumisos. El ser humano soporta y ha soportado muchos abusos, pero tiene un límite, y los estados siempre han traspasado esa delgada línea, y siempre lo han acabado pagando.

¿Qué tiene  que ver en todo esto la desconfianza y el miedo?

He elegido este símil entre desconfianza y miedo porque creo que ejemplifica bien la diferencia entre dejarse o no dejarse manipular, y los motivos por los que los seres humamos permitimos ciertas cosas al vivir en sociedad. A su vez, también he intentado mostrar que las injusticias tienen un límite, un límite que históricamente los estados siempre han sobrepasado, haciendo saltar la chispa definitiva que provocara una revolución.

Pienso que la verdadera libertad, la verdadera sabiduría y la verdadera justicia sólo se obtrendrán cuando exista la desconfianza constante, cuando dejemos de tener el miedo que nos convierte en sumisos cabizbajos ante el estado o ante cualquier organismo que nos pretenda aglutinar, tenga el nombre que tenga. Cuando nos preguntemos acerca de todas las cosas, cuando pongamos en duda hasta las afirmaciones más obvias ante la razón, con el único motivo de seguir mejorando y no tener que  estar hipotecados a nuestros propios ideales. Todo es cuestionable, y lo que hoy nos parece lo más justo y mejor, mañana puede ser una losa que impida nuestro desarrollo mental y como ser humano.

Podemos mejorar lo que nos rodea porque somos parte de lo que nos rodea, y tener una ideología o un pensamiento concreto en un momento de tu vida no significa que no puedas desconfiar de tus propias convicciones para intentar mejorarlas.

De ese modo lograremos encontrar el auténtico camino de nuestra vida, o al menos preguntarnos cuál es ese camino, en lugar de que alguien nos lo imponga diciéndonos que es lo mejor para nosotros.