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El potencial de tu mente

Las capacidades de la mente humana es un tema que cuando lo tratas por primera vez, resulta muy difícil que no te fascine. Descubrir el gran potencial que tiene nuestra mente para ayudarnos a desarrollar capacidades es, simplemente, increíble. Es como ver al conejo de Alicia abrir una puerta misteriosa que descubre el camino a innumerables rutas escondidas e inéditas para nosotros. Unas rutas que, sin embargo, parece que ya estaban allí mucho antes de que las descubriéramos.

El potencial de la mente humana ha sido y sigue siendo uno de los grandes retos para la ciencia. Los infinitos recovecos que puede alcanzar la mente de una persona son difícilmente clasificables para el método científico. Esto hace que estudiar clínicamente todas las capacidades que una persona puede llegar a desarrollar gracias a su mente resulte, aún hoy en día, casi una quimera para algo tan avanzado como la psicología moderna.

Muchas veces he escuchado el discurso de que las personas utilizamos un porcentaje mínimo de todas nuestras capacidades. De todo nuestro potencial mental. Se dice que utilizamos un uno, un cinco, tal vez como mucho un diez por ciento de nuestra capacidad mental.

Cuando escucho esto, una vieja idea ahonda en mí. La primera pregunta que me hice desde el momento en que descubrí este fascinante tema fue: ¿Cuál es la “capacidad total” de la mente de una persona?

Llegar a hacerse una idea de todo lo que un ser humano puede llegar a experimentar a través del potencial de su mente es prácticamente imposible. Si viéramos nuestro cerebro como un disco duro dentro del cual está nuestra mente, resultaría absurdo tratar de ponerle un número de Gigas a la capacidad total de ese disco. No conocemos el cuantio de la mente humana. A medida que más se estudian las capacidades cerebrales y mentales de las personas, más caminos se abren y nuevos horizontes se avistan.

Decir, por tanto, que utilizamos un porcentaje de nuestra mente resulta un tanto ilógico, ya que no se conoce, ni siquiera en aproximación, cual es la totalidad a la que nos ceñimos para sacar ese porcentaje.

Lo que puede tener más sentido es que utilizamos muy pocos de nuestros recursos mentales. Esto es algo notable cuando observamos que mediante el aprendizaje se pueden llegar a conseguir grandes logros a nivel de conocimiento y desarrollo mental. Cuando aprendemos algo nos damos cuenta de que podíamos aprenderlo, y nos preguntamos cuántas cosas más podríamos aprender. Cuántas capacidades más podríamos desarrollar.

Aunque resulta lógico pensar que utilizamos una mínima cantidad de todo lo que la mente nos puede brindar, también existe la posibilidad de que, además de poco, estemos utilizando mal nuestras capacidades. De que las estemos utilizando de forma negativa. Para destruir en lugar de para construir.

Si el potencial de la mente es tan fascinante y misterioso, es en cierta medida porque existe una enorme parte oculta dentro de la propia mente a la que llamamos subconsciente.

En el subconsciente existen multitud de recuerdos, de sensaciones y de reglas que permanecen ocultas o parcialmente ocultas bajo el umbral de la consciencia, y que pueden aflorar de acuerdo a sus propias normas, no a las que nosotros les impongamos. Es decir, el subconsciente es como una parte de nosotros que va por libre.

Y debajo de esa parte de nosotros que va por libre, hay multitud de información. Todo un mundo aparte. Como cuando mueves una gran piedra en medio del campo y debajo de ella hay todo tipo de bichos viviendo en su propio microclima, alimentándose y reproduciéndose en un lugar en el que pensábamos que no había nada.

Cuando hablo de que puede que utilicemos mal nuestras capacidades mentales, hablo de dejar que domine el subconsciente por encima de la consciencia. De utilizar gran parte de nuestra energía en fobias, en temores, en malos recuerdos. De utilizar nuestras capacidades de forma negativa para nuestros intereses. De dejar que el subconsciente haga y deshaga a su antojo, haciendo de nuestra vida algo que no nos termina de gustar. Controlando por completo el ámbito psicosomático. Hablo de una mala comunicación entre nuestra parte consciente y todo ese mundo aparte que supone el subconsciente.

En ocasiones, utilizamos una enorme parte de nuestros recursos mentales y de nuestro tiempo en divagar, en temer, en generar hipótesis, en pensar sobre lo que otros piensan y en hacernos pajas mentales. Después, podemos llegar a la conclusión de que hemos usado muy pocas de nuestras capacidades y de nuestros recursos. Pero puede sorprendernos la idea de que lo que hemos hecho no ha sido tanto utilizar poco nuestra mente, sino utilizarla de forma torpe y negativa.

Si te paras a pensarlo, la diferencia entre las acciones que te benefician y las que te perjudican puede no consistir en la cantidad de recursos empleada en realizar esos actos y sí en la dirección y el sentido que has dado a esos recursos.

Como dijo alguien una vez: «La potencia sin control no sirve de nada.»

Si hay cosas en tu vida que no te gustan y que quisieras cambiar, el hecho de que no las hayas cambiado puede no deberse a que no le has dedicado tiempo o esfuerzo, sino a que el tiempo y el esfuerzo que has invertido no te ha servido para nada. Ha sido una energía empleada de forma destructiva.

A lo largo de tu existencia has utilizado, sin saberlo y seguramente sin quererlo, mucha parte de tu potencial mental, mucha parte de tu energía, mucha parte de tus recursos… en ponerte trabas a ti mismo.

En el momento en que logres identificar esa energía mal empleada, podrás actuar sobre ella y modificar su sentido para que deje de perjudicarte y te empiece a beneficiar.

En el momento en que logres hacer que el potencial de tu mente juegue a tu favor y no en tu contra, podrás sacar de forma consciente esos pensamientos negativos que hasta entonces existían en tu subconsciente. Podrás empezar a usar el poder de tu mente de forma constructiva.

A partir de entonces, la expresión disfrutar de la vida puede que adquiera un nuevo y bello significado.

Sólo hace falta que creas en tu propio potencial. En el potencial de tu mente.

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Credulidad y engaño. Cogito ergo sum

A lo largo de toda la historia y a lo ancho de todo el planeta siempre han existido enormes desigualdades. Desde la antigua Mesopotamia hasta las actuales sociedades de consumo de los lugares que conocemos con el escalofriante nombre de primer mundo.

Debido a estas desigualdades, y también a la codicia inherente a nuestra condición de humanos, ha habido siempre mucha gente que se ha buscado la vida en la detestable, a la vez que fascinante, cultura del engaño. Bien para sobrevivir como se podía o bien para ganar mucho por la vía fácil, el engaño ha estado siempre presente en nuestra historia.

Ante  este panorama, hay una serie de grupos de personas que siempre han salido directa y especialmente perjudicados. Importantes sectores de la sociedad. Me refiero a aquellos que no han sido aleccionados jamás para evitar las tretas. Los que han crecido en un ambiente donde la máxima era el respeto y la responsabilidad. Los de buena fe. Los que han vivido sin haber germinado la semilla de la maldad, y que piensan que todo el mundo es tan bueno como ellos. Incluso los que van de listos pero en el fondo son tan maleables como un trozo de barro fresco. Me refiero a los crédulos.

Hoy en día, teniendo en cuenta la gran evolución que ha vivido la especie humana, no deja de resultar sorprendente que los crédulos, esas personas que dan por ciertas muchas cosas sin someterlas a un estricto juicio interno, sigan siendo legión. Es más, resulta llamativo que en la actualidad, las personas nos advirtamos unas a otras de no caer en engaños mientras, por otro lado, estamos siendo víctimas de otro engaño que no alcanzamos a divisar.

En realidad, los seres humanos somos una mezcla de credulidad y escepticismo, donde lo relevante son las proporciones de ambos, que varían peligrosamente de unas personas a otras.

Muchas personas se consideran escépticas porque toman unas precauciones mínimas ante temas de cuestionable gravedad, para después picar el anzuelo de un engaño mucho más grave y flagrante. Hay, por ejemplo, quien al sacar un extracto bancario rompe en millones de trozos el papelito y desperdiga esos trozos por distintos lugares por si algún pirata informático le roba todo su dinero. Estas personas, después pueden no tener reparos en entregar su voto al más corrupto y sinvergüenza de los políticos “porque se le ve un buen hombre” y, por supuesto, es de su partido, de toda la vida.

La credulidad es un brote que crece fuerte y vigoroso en el caldo de cultivo de la ignorancia, de la falta de educación, del mínimo esfuerzo por pensar. En la actualidad, los campos están perfectamente abonados para la siembra y recogida de crédulos de forma periódica, constante e intensiva.

Para los que viven del engaño, no importa quienes sean los crédulos. Da igual si es un anciano que ha vivido toda su vida en el pueblo y que toma como dogma de fe todo lo que sale por la televisión, por la radio o por la Iglesia. Da igual si es un niño que vive preocupado por seguir la moda del momento y no llegar tarde a la moda siguiente, para poder así ser aceptado en el cruel mundo de la infancia. Da igual si es un adolescente al que le preocupan más los rizos de David Bisbal o las tetas de Hannah Montana que su propia vida. Da igual si es una persona que no ha conocido más mundo que su ciudad ni más gente que su familia y cuatro amigos, donde se fomenta un micromundo de pensamiento unidireccional. Da igual, incluso, si se trata de un discapacitado mental. De hecho, éstos últimos son una auténtica mina de oro para los trileros 2.0 de nuestra actual sociedad.

El engaño genera más poder y más dinero que cualquier otra actividad legal y éticamente responsable. En la mayoría de ocasiones, por omisión o por temeridad, los crédulos tienen gran culpa de ello. Un día, cuando iba al instituto y no me había salido de los cojones hacer un trabajo que debía entregar, puse cara de niño bueno sorprendido y le dije a la profesora que no sabía que el trabajo se entregaba ese día. La respuesta de la profesora, con una sórdida sonrisa, fue «el desconocimiento de la Ley no exime de la responsabilidad de incumplirla». Todos deberíamos aplicar esta frase en nuestra vida. Viviríamos mejor nosotros, los que nos rodean y los de más allá, porque hay demasiada gente que se escuda en la ignorancia fingida para sacar provecho y que otros paguen por él. Para engañar.

Sin embargo, no todo el mundo se cree lo primero que le cuentan, o pone pocas barreras para creérselo. Ante la credulidad de los crédulos, existe la desconfianza del “si no lo veo, no lo creo”. Para llegar al origen de esta frase, que es dogma de fe de los incrédulos (aunque resulte paradójico), nos tenemos que remontar a la época de los hechos “reales” en los que se basa la Biblia.

Según ésta, cuando Jesús resucitó, hubo uno de sus apóstoles que no las tenía todas consigo. Tomás el Apóstol, hoy conocido como Santo Tomás, rechazaba que alguien hubiera podido volver del mundo de los muertos, aunque fuera su admirado líder. Se negó a admitir su resurrección diciendo:   «Si no veo en sus manos la señal de los clavos,  meto mi dedo en el lugar de los clavos y meto mi mano en su costado, no creeré”. Cuenta el citado libro que, ocho días después, Tomás toca las heridas de su maestro con sus propias manos y entonces cree. Lejos de comprender la duda de Tomás, Jesús le recrimina haber necesitado ver para creer. Realmente curioso.

Pero ya hubo quien, mucho antes que existiera Santo Tomás, teorizó sobre la incredulidad, más allá incluso de las pruebas físicas que nuestros sentidos pudieran percibir. De una forma más profunda y agresiva.

Parménides fue un filósofo griego que nació quinientos años antes de que Tomás el Apóstol no lo creyera si no lo veía. Aunque el racionalismo como tal no se fundara hasta más de dos mil años después, siendo Descartes su máximo estandarte, se podría decir que la filosofía de Parménides era una filosofía fundamentalmente racionalista. Esto quiere decir que priorizaba la importancia de la razón para adquirir conocimiento, por encima del empirismo, que considera más importantes las percepciones de los sentidos.

Por tanto, Parménides creía que los sentidos nos engañaban, nos ofrecían una imagen errónea del mundo, tal y como la ciencia está demostrando en los últimos tiempos. Él pensaba que el máximo grado de conocimiento se podía adquirir mediante la razón, y la percepción de los sentidos debía ser ignorada si no se correspondía con lo que nuestra razón nos dictaba como verdadero.

Si Santo Tomás decía “Si no lo veo, no lo creo”, Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Consideraba que, como filósofo, era su obligación denunciar todas las “ilusiones” que nos provoca nuestro propio cuerpo. Ilusiones que se producen dentro de nuestro cerebro para darnos unas respuestas lógicas que podamos asimilar, lo que no implica que dichas respuestas sean “la verdad”.

Resulta interesante, curioso y tal vez incluso triste ver cómo después de todas las personas que nos han dejado un impresionante legado del que poder aprender y enriquecernos, hoy en día lo que la mayoría de gente se cree es lo que ve en los medios de comunicación. Después de toda la evolución cultural que ha tenido el ser humano, parece que con el tiempo las creencias se someten cada vez menos al dictado de la razón, por parte de la mayoría de la sociedad. Debería ser exactamente al revés.

Parece que los crédulos, como ejército de peones al servicio de los que les engañan, borran cada vez más la huella de todo aquel que nos dijo en el pasado que lo que debíamos hacer para crecer era, simplemente, pensar.

Pero en realidad no es así, porque siempre han existido y siempre existirán los que buscan el conocimiento mediante el pensamiento y no mediante la aceptación sin reservas de la opinión ajena, por el mero hecho de que esa opinión provenga de alguien socialmente importante.

De hecho, veo que cada vez somos más los que hemos elegido pensar y que no piensen por nosotros…

Porque es mejor pensar. ¿O no?

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Las bases filosóficas del pesimismo y el optimismo

En su libro Nietzsche y la filosofía, Gilles Delleuze dijo que «la filosofía sirve para entristecer». Una impactante frase llena de significado que ha sido sacada de contexto en multitud de ocasiones e incluso llevada a la altura de tópico.

Esta famosa frase no quiere decir, en el sentido estricto, que la función de la filosofía sea causar tristeza en las personas. Más bien se trata de asumir que el hecho de filosofar supone enfrentarnos a nuestra propia ignorancia, preguntarnos acerca de cosas de las que tal vez nunca tengamos una respuesta inexpugnable.  Buscar el conocimiento aún a sabiendas de que seguramente no podamos estar nunca al ciento por ciento seguros de nuestro propio saber. La contrariedad, la constante duda que nos puede hacer avanzar o tener la sensación de que avanzamos aunque estemos siempre en el mismo punto. Todo eso sí puede causar tristeza. Y es por eso que la filosofía entristece, por la impotencia que puede generar si no se hace un uso adecuado de ella.

Realizar una profunda reflexión existencial puede ser una gran fuente de pesadumbre. Por alguna razón (o sinrazón), al ser humano le causa desidia y apatía tener consciencia de su propia vida. Saber que estamos vivos de forma casual, diminuta y limitada frustra nuestro ansia subconsciente de onminopotencia e inmortalidad.

Aunque sepamos que tenemos algo tan valioso como la vida, tomar consciencia de que se acabará parece que nos amarga durante nuestra propia existencia. Es como si nos preguntáramos por qué estamos vivos y la respuesta última, después de mucho reflexionar, sea que no tiene ningún sentido. Eso causa tristeza. Eso nos mata en vida.

También causa tristeza el hecho de conocer en profundidad ciertas cosas. Cuanto más te informas y más conoces sobre algo, más te das cuenta de todo lo que hay detrás, de todos los engranajes que se mueven, y a veces puede ser difícil de asumir. Si te conviertes en un experto acerca de cualquier tema de ámbito social, descubrirás que en la práctica totalidad de ocasiones, las cosas son como son porque interesa que así sean. Y no precisamente porque interese a la mayoría de la gente, sino porque interesa a quien está al frente de ese ámbito y saca provecho de él, de forma más o menos legal, y más o menos lícita. Es decir, de forma más o menos corrupta.

Todas estas cosas asquean a quien, de forma ingenua y bienintencionada, tiene una visión optimista de las cosas, que solemos ser prácticamente todos en nuestra infancia. Estas cosas generan tristeza, desengaño, y revierten una dinámica de pensamiento positivo a otra de pensamiento negativo. Es decir, podemos pasar de pensar de forma optimista a hacerlo de forma pesimista.

El pesimismo, entendido como pensamiento negativo o desesperanzado, es mucho más antiguo de lo que puede parecer. Sugiere que vivimos en el peor de los mundos posibles, y es una corriente que han apoyado algunas de las mentes más privilegiadas de la historia. Famosos pensadores como Schopenhauer, Kierkegaard o Sartre eran reconocidos pesimistas y contribuyeron a lo largo de los siglos XIX y XX al fundamento de esta doctrina filosófica.

Hay quien dice que la única forma de ser realmente feliz es vivir en la total ignorancia, y no es algo nuevo. Cuando alguien dice esto, seguramente  sin saberlo, está repitiendo uno de los argumentos básicos del pesimismo. En la antigua Grecia era muy conocida una leyenda que se considera uno de los referentes acerca del pensamiento pesimista:

«Una vida vivida en el desconocimiento de los propios males es la menos penosa. Es imposible para los hombres que les suceda la mejor de las cosas, ni que puedan compartir la naturaleza de lo que es mejor. Por esto es lo mejor, para todos los hombres y mujeres, no nacer; y lo segundo después de esto es, una vez nacidos, morir tan rápido como se pueda.»

Aristóteles, en la Leyenda del Sileno

Tal vez vivir en la ignorancia sea la forma más fácil, el modo más rápido y el camino más recto para ser feliz, aunque ni mucho menos tiene por qué ser el mejor. Filosofar de forma profunda para alejarse un poco de la ignorancia no tiene por qué ser un sinónimo de tristeza ni de pesimismo. La filosofía también nos puede ayudar a tener una visión más positiva de la vida y, gracias a ello, ser más optimistas, e incluso más felices. Puestos a engañarnos a nosotros mismos, también podemos hacerlo de una forma mucho más agradable y esperanzadora gracias al pensamiento optimista.

El optimismo es, como todos sabemos, la antítesis del pesimismo. Sugiere que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y fundamenta el pensamiento positivo y esperanzado frente a los nubarrones de apatía y tristeza que promueve el pensamiento pesimista.

Aunque hoy en día el optimismo está mucho más promovido y mejor visto que el pesimismo, es mucho más difícil encontrar en la historia pensadores que apoyen una visión positiva del mundo y del ser humano, en lugar de una visión negativa. De hecho, los pocos que se han posicionado abiertamente optimistas han sido tildados de ingenuos, infantiles o crédulos.

El mayor exponente e impulsor del pensamiento positivo fue Gottfried Leibniz. Este filósofo alemán  se atrevió a publicar una obra fundamentalmente vitalista y optimista, titulada La Teodicea. En dicha obra, Leibniz  predica que vivimos no en un mundo perfecto, sino en el mejor de los mundos posibles. Esta afirmación no tiene que ver con la moralidad (bajo los axiomas de lo «bueno» y lo «malo») sino con la matemática. Defiende la idea de Dios como si fuera un matemático que ha sido capaz de «ordenar» el mejor mundo posible de entre todas las variables existentes, las cuales causarían mundos más heterogéneos y descompensados que el mundo en el que vivimos.

Esta idea teórica de Dios puede estar en consonancia con las ideas evolucionistas de Darwin, puesto que la Evolución también justifica las imperfecciones de nuestro mundo mediante el cambio, el equilibrio y el perfeccionamiento de las distintas variables. En la actualidad, por poner un ejemplo, también hay referencias culturales a esta idea del Dios que ordena matemáticamente, como en el personaje del Arquitecto en la trilogía Matrix.

Pese a ser su mayor legado y fruto de gran reconocimiento, Leibniz obtuvo muchas críticas por La Teodicea, las más duras de uno de sus contemporáneos, el francés Voltaire. Las ideas de Leibniz en La Teodicea fueron parodiadas por Voltaire en su novela Candide (Cándido), llegando a caricaturizar al mismo Leibniz en un personaje que repetía una y otra vez la frase «Vivimos en el mejor mundo posible» a modo de mantra (lo que, por cierto, resulta bastante gracioso de imaginar). Si Leibniz fue el «inventor» del optimismo, Voltaire fue uno de los primeros que atacó con contundencia esta corriente por considerarla absurda y propia de ingenuos.

Como puede observarse, burlarse y ridiculizar a quien tiene una visión positiva del mundo no es una práctica que se haya inventado ahora, aunque esté bastante extendida.

Hay quien no se considera optimista ni pesimista, sino «realista». Esta definición no es más que un término medio entre ambas, pero como todo término medio, nunca está exactamente a mitad de camino de dos opciones, sino que parece estarlo. Siempre estará más cerca de una que de otra, por lo que podríamos decir que una persona que se considere a sí misma «realista» es en realidad un optimista o un pesimista, pero muy moderado en sus opiniones, sin ningún radicalismo.

El optimismo de Leibniz fue muy criticado, tanto por Voltaire como por los pensadores pesimistas posteriores, que han sido en número aplastantemente superiores a los optimistas. Podría decirse que la mayoría de las grandes mentes que se han posicionado en este debate, lo han hecho del lado del pesimismo, de la visión negativa o no demasiado positiva del mundo.

Sin embargo, en lo que a la psicología del ser humano se refiere, es más necesario el optimismo que el pesimismo. Una visión negativa de los acontecimientos coacciona y retrae a las personas. Nos echa para atrás a la hora de emprender una acción. Una visión positiva hace todo lo contrario, nos hace sentir más valientes y confiados en que el resultado final será provechoso, aunque también el batacazo puede ser enorme.

Desde ese punto de vista, y teniendo en cuenta la temporalidad y fragilidad de nuestra existencia como individuos, el optimismo es el que nos atrae, nos impulsa a actuar. Es el que nos lleva a aprender, a descubrir, a intentar y a fracasar. En definitiva, podría decirse que es la visión positiva la que nos impulsa a hacer cosas gracias a la confianza, y la visión negativa es la que nos frena a hacerlas por culpa del miedo.

Si decides ser optimista y al final tu optimismo resulta injustificado, al menos habrás vivido con buen humor y cierta felicidad inducida por la esperanza. Si decides ser pesimista y al final tu pesimismo resulta injustificado, es posible que tu vida haya sido una gran pérdida de tiempo.

A fin de cuentas, siempre se trata de lo mismo: hacer la elección adecuada.

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La desconfianza para vencer al miedo

A simple vista puede parecer que desconfianza y miedo son palabras parecidas, relacionadas en significado y utilización. Es más, hasta se podrían llegar a considerar sinónimos.

Se puede utilizar correctamente el argumento de que la desconfianza y el miedo van juntos en numerosas ocasiones. Por ejemplo, si ves a alguien de noche por la calle con muy malas pintas y te dice que te acerques, seguramente no acudirás porque no te inspira confianza, y esa desconfianza se traduce en miedo. No obstante, muchas veces la desonfianza te puede ayudar a vencer el miedo que se le presupone al que desconfía de algo.

Para que esto no se acabe convirtiendo en un trabalenguas sin sentido, cabe señalar una de las diferencias básicas entre tener miedo y desconfiar de algo: el miedo suele provocar sumisión mientras que la desconfianza lo que provoca es discrepancia e insumisión.

Miedo y desconfianza a través del tiempo

Es precisamente esa diferencia entre miedo y desconfianza la que ha llevado al conflicto al ser humano en todas las civilizaciones. Todas ellas, desde Mesopotamia hasta Roma pasando por Egipto, han utilizado el miedo para mantener al pueblo llano bajo su yugo. La confianza en el sistema establecido y  el amor a la patria han sido siempre máximas para que la gente pudiera morir por su estado, no sólo por miedo a ser un insumiso, sino también por confianza en morir por algo justo. Porque creen que están muriendo por el triunfo de la libertad y la justicia. De este modo, cualquier estado usa a su población para mantenerse vivo y fortalecerse con el tiempo.

Es una operación  sin aparentes fisuras, que se empezó a dar hace diez mil años, cuando los pueblos eran nómadas y, por primera vez, le dieron poder a un funcionario para gestionar los excedentes de ganado. Con el tiempo,  los estados han ido adquiriendo una inmunidad asombrosa, siendo prácticamente inmunes ante la ley cuando el ciudadano de a pie cada vez tiene menos libertades individuales (sobre todo antiguamente, pero tambien en la actualidad).

El Estado Ideal, la utopía de todo Gobierno

Desde que, como he dicho antes, hace diez mil años apareciera la figura de la autoridad, todos los estados han nacido con el fin de perpetuarse consiguiendo un «estado ideal». Lejos del estado ideal sobre el que escribió Platón, en el que premiaran cosas como la razón, la justicia y el conocimiento, los estados han tratado a lo largo de la historia de prevalecer por encima de su propia población, la que realmente le da sentido a un estado y a toda forma de gobierno.

Como las matemáticas son el auténtico lenguaje del universo, me he tomado la licencia de teorizar una ecuación muy de andar por casa, para explicar la forma en la que los estados intentan mantenerse en el poder para siempre consiguiendo la forma del «estado ideal». Se podría visualizar en una operación parecida a esta:

Estado ideal= y + z + x *(x₁ – x₂)

El estado Y (puedes poner el estado que quieras, actual o antiguo) tiene bajo su soberanía a X personas, divididas entre sumisas  (x₁) e insumisas (x₂) y debe cuidar de ellas, es SU responsabilidad.

Para ello, el estado Y implanta el sistema Z (pon aquí dictadura, comunismo o incluso democracia, aunque de esta última hablaremos luego) y con el argumento de que el sistema Z es el mejor (o el menos malo) trata de fortalecerlo con todos los medios a su alcance. Estos medios incluyen desde la propaganda para reclutar a las personas que son indiferentes o afines al sistema Z, hasta la represión para quien está en contra de dicho sistema.

El futuro del estado Y y la posibilidad del «estado ideal» dependerá del resultado de multiplicar a X (número total de personas) por  el resultado de la resta de sumisos menos insumisos, y de cómo éstos grupos defiendan su posición ante el sistema Z implantado por el estado Y.

Si el número de sumisos (x₁) es muy superior al de insumisos (x₂), X será una variante con un valor alto. Esto signfica que el estado Y tendrá un gran respaldo social, lo cual le hará consolidarse con el sistema Z.

Por contra, si en algún momento concreto de la Historia, de esta operación resulta una variante X de número no muy alto ó negativo, se producirá una revolución y es posible que el estado Y no tenga mucho futuro con el sistema Z.

A lo largo de la historia muchos sistemas se han mantenido durante muchísimo tiempo, dando lugar incluso a grandes imperios, gracias al efectivo trabajo del estado para convencer a los afines e indiferentes, y para reprimir a los insumisos.

Pero, a excepción del sistema democrático y de los pocos pero crueles dictadores que aún existen en el mundo, todos los sitemas han acabado sucumbiendo ante revoluciones populares o guerras contra otros estados.

El «estado ideal» se ha logrado durante un tiempo, pero al final todo sistema injusto es susceptible de ser derrocado por sus propios habitantes o por otros estados. Cayeron el imperio romano, el absolutismo francés, la alemania nazi, el colonialismo británico en la India o el comunismo soviético.

Democracia, corrupción y mecanismos de sumisión

La democracia sería caso a parte, ya que en su esencia está implantada por una soberanía que reside en el pueblo. En realidad, si la democracia estuviera realmente implantada en base a sus principios teóricos, estaría fuera de la ecuación propuesta, ya que no sería un estado quien implantara un sistema, sino toda la población con sus votos.

El problema es que la democracia hoy en día se ve corrupta por muchísimos de los señores elegidos libremente por el pueblo para representarnos. Léete un par de periódicos y verás que, por todas partes, hay injusticia y corrupción. Date una vuelta por Internet y encontrarás noticias constantes de abusos ante los que la «libertaria» democracia no hace nada. Y no hace nada porque nosotros no se lo decimos.

En realidad, y por mucho que nos duela, estamos corruptos por dentro, tanto como los políticos que elegimos libremente y que luego se ven obligados a ceder ante la fuerza de entes empresariales y económicos. Desde este punto de vista se hace buena la tan escuchada frase de Winston Churchill «Tenemos a los gobernantes que merecemos» porque somos nosotros quienes elegimos a quien tolera tan absoluta injusticia. Ya no existe Hitler, ni Franco ni Mussolini, pero se siguen cometiendo infinidad de crímenes a diario.

Y, ¿por qué permitimos esto? ¿por qué seguimos votando a los mismos partidos? ¿Somos conscientes de la suerte de vivir en democracia y  del poder que le otorgamos a los políticos?

Como he explicado antes, todos los estados han tratado de convencer a sus ciudadanos para que éstos defiendan el sistema implantado, y ante los que no acababan convencidos o sumisos, ha usado la represión.  En la democracia no ocurre lo contrario.  Si tú te consideras buena persona, quieres el bien y eres consciente de las injusticias que propician tanta guerra y tanta hambre, uno de esos dos mecanismos te está anulando para denunciarlo:

-El primer mecanismo es convencer, generar confianza y sumisión voluntaria. Esto lo otorga la calidad de vida de los países desarrollados. Son los medios de comunicación (en su mayoría, por no decir en su totalidad, sectarizados y politizados), los causantes de que se hable a diario de Cristiano Ronaldo y no se sepa quién es ni qué ha hecho gente tan buena como Vicente Ferrer. Es el himno nacional y su correspondiente bandera. El primer mecanismo es idiotizarte para que «adores al líder», o por lo menos, para que tú y tu tímida discrepancia os mantengáis lejos e inofensivos. Es la música pop comercial, la mayoría de grandes producciones de Hollywood  o la prensa rosa.

-El segundo mecanismo, es el de refuerzo por si falla el primero. Si no te dejas comer el coco y sigues discrepando, el segundo mecanismo es la prohibición, la represión y la fuerza bruta (eso sí, siempre porque el estado piensa en tí y en tu bien). Este segundo mecanismo está tan utilizado como el primero, porque para perjuicio de nuestros gobernantes, tenemos derechos y los podemos defender, aunque no solamos hacerlo casi nunca, principalmente porque no los conocemos ni sabemos el modo de actuar. Al no conocer ni nuestros derechos ni como defenderlos, vamos tragando poquito a poco con las pequeñas restricciones que nuestro estado nos pone. Primero es una ligera restricción de cualquier acto que hasta entonces era normal, luego es pagar por aparcar en la calle, luego hay un ataque terrorista y, de repente, pueden cachearte, pincharte el teléfono, bloquear tus cuentas bancarias e incluso meterte en la cárcel sin tener un cargo concreto contra tí, convirtiendo el mundo entero en una gran prisión.  Sin comerlo ni beberlo, y con la ley en la mano, el estado puede reprimirte aunque no estés haciendo daño a nadie con tu actos.

Las leyes «invisibles»

La democracia se basa en un ordenamiento jurídico, en leyes. Dichas leyes son de obligado cumplimiento, pues se consideran consensuadas y aceptadas por el conjunto de la población. Pero cuando se silencia la aprobación de ciertas leyes que restringen libertades, has de estar muy ávido para enterarte y poder denunciarlo. Estamos demasiado ocupados preocupados por el terrorismo, la gripe A ó simplemente con sobrevivir ante la actual crisis, y con este tipo de situaciones a modo de cortina de humo, se propician leyes para reprimir un poco más a la población.

No somos conscientes de la gran cantidad de leyes que nos han querido «colar» y que chocaban más o menos contra la Constitución Española. Nunca ha habido un sistema por el que las leyes sean revisadas de oficio, se da por hecho que al ser aprobadas por las Cortes Generales y publiadas en un Boletín que nadie se preocupa de leer (y mucho menos de interpretar) son válidas. Esto quiere decir que se pueden hacer (y se han aprobado muchas veces) leyes que chocan contra reglamentos de mayor jerarquía que garantizan libertades individuales, pero no han sido rectificadas hasta que, tiempo después, la presión social lo ha provocado.

Este es un gran hándicap de la democracia, porque a la población se le oculta y se le miente sobre la creación de muchas normas que jamás deberían existir. La democracia genera gran cantidad de libertad para las personas, pero a la vez propicia un estado corrupto en el que puedes ser desposeído de ciertos derechos por normas aprobadas por el partido al que votas, lo que es una gran paradoja. Como dicen en el peliculón V de Vendetta: «Los gobernantes deberían temer al pueblo, y no al revés».

A pesar de estos mecanismos para la sumisión (lo que provoca miedo de muchos tipos) mucha gente sigue sintiéndose segura profesando una religión, apoyando a un partido político o perteneciendo a un grupo concreto. Esa falsa sensación de seguridad nos tranquiliza porque el ser humano necesita creer en algo, sentirse parte de algo que le valora, le respeta y le protege. Nos hace sentirnos seguros, pero eso nos convierte en dependientes, en sumisos ante el grupo al que pertenecemos.

La represión tiene un «precio» demasiado alto

Lo que nuestros gobernantes no son capaces de entender (porque realmente no son demasiado inteligentes) es que económicamente, el estado no puede hacer frente al gasto que supone reprimir y abusar tanto del ciudadano, porque esto genera un coste administrativo muy superior al beneficio que se obtiene por perseguir conductas ilegales pero muy arraigadas como: pequeñas evasiones de impuestos, la posesión de pequeñas cantidades de droga para consumo propio o ciertas actividades económicas en dinero B. Se intenta criminalizar a los pequeños delincuentes y premiar a los peces gordos con cargos públicos o grandes empresas, los cuales cometen delitos mucho peores y cuyas sanciones deberían ser astronómicas, aumentando de esta manera las arcas del estado.

Ese gasto tan alto que produce perseguir a los pobres diablos más que a los peces gordos, al final, no va a repercutir sino en el de siempre, en el ciudadano de a pie que pagará más impuestos y se verá más oprimido, con menos libertades individuales y sociales.

De este modo, aunque en cada época de una forma distinta, la represión de los estados ha culminado casi siempre en la destrucción del propio estado o del sistema que ha implantado, gracias a que sus habitantes han pasado de ser sumisos a insumisos. El ser humano soporta y ha soportado muchos abusos, pero tiene un límite, y los estados siempre han traspasado esa delgada línea, y siempre lo han acabado pagando.

¿Qué tiene  que ver en todo esto la desconfianza y el miedo?

He elegido este símil entre desconfianza y miedo porque creo que ejemplifica bien la diferencia entre dejarse o no dejarse manipular, y los motivos por los que los seres humamos permitimos ciertas cosas al vivir en sociedad. A su vez, también he intentado mostrar que las injusticias tienen un límite, un límite que históricamente los estados siempre han sobrepasado, haciendo saltar la chispa definitiva que provocara una revolución.

Pienso que la verdadera libertad, la verdadera sabiduría y la verdadera justicia sólo se obtrendrán cuando exista la desconfianza constante, cuando dejemos de tener el miedo que nos convierte en sumisos cabizbajos ante el estado o ante cualquier organismo que nos pretenda aglutinar, tenga el nombre que tenga. Cuando nos preguntemos acerca de todas las cosas, cuando pongamos en duda hasta las afirmaciones más obvias ante la razón, con el único motivo de seguir mejorando y no tener que  estar hipotecados a nuestros propios ideales. Todo es cuestionable, y lo que hoy nos parece lo más justo y mejor, mañana puede ser una losa que impida nuestro desarrollo mental y como ser humano.

Podemos mejorar lo que nos rodea porque somos parte de lo que nos rodea, y tener una ideología o un pensamiento concreto en un momento de tu vida no significa que no puedas desconfiar de tus propias convicciones para intentar mejorarlas.

De ese modo lograremos encontrar el auténtico camino de nuestra vida, o al menos preguntarnos cuál es ese camino, en lugar de que alguien nos lo imponga diciéndonos que es lo mejor para nosotros.