Son ampliamentes conocidas las habilidades de nuestro propio cerebro para engañarnos. Constantemente, nuestra masa gris piensa por nosotros a tal velocidad que nos es imposible seguirla. Recibe, procesa y transmite una cantidad de información en cada décima de segundo de la que nos sería imposible hablar, porque no habría tiempo suficiente. Nosotros somos muchísimo más lentos que nuestro propio cerebro y por eso nos guía en la gran mayoría de ocasiones, a menudo sin ni siquiera darnos cuenta.
Pues bien, hoy ha sido una de esas veces. Mi cerebro, como si fuera un sistema operativo Windows, se ha colgado. No ha dado crédito a su propio engaño y se ha quedado bloqueado en espera de encontrar respuestas a quién sabe qué preguntas.
El caso es que hoy ha hecho un gran día. La primavera ha empezado a asomarse en Valencia y el tiempo invita a salir a que te dé un poquito el aire. El sol empieza a calentar el todavía fresco ambiente de marzo, haciendo mucho más placentero dar una vuelta. Es curioso como, tradicionalmente y salvo algunas excepciones, la tortilla del clima suele darse la vuelta cuando se acercan las Fallas. La pólvora y el sol inician de nuevo el precioso ciclo primaveral en el levante español.
En casa habíamos terminado de comer y mi tío Felipe, el gran showman de mi familia del que ya hablo en el post del guiri Antonio, estaba a punto de darme otra de esas experiencias que te hacen darte cuenta de cómo puedes ser engañado, por los demás y por ti mismo.
Tras comer, y bien aderezado con la botella de vino y las dos (o cinco) cervezas que se había metido entre pecho y espalda, mi tío salió a dar una vuelta por el chalet, y yo salí con él para conversar un rato. Cuando bebe le da por hablar, y quien sabe por qué más. Va según el día. A veces se pone especialmente pesado, otras especialmente gracioso, otras especialmente místico y otras se duerme con un cigarro en la boca.
Hoy, le ha dado por ser «ingenioso». Cuando yo era pequeño, siempre nos hacía a todos los sobrinos algún cutre juego de magia, o algún chiste de esos que conforme lo cuentas vas escribiendo cosas en un papel y al final siempre sale algo relacionado con el sexo. Es el personaje de la familia, y todos le queremos tal como es.
Cuando volvíamos del paseo, después de un rato de charla y viéndose a sí mismo bastante perjudicado por los efectos del alcohol, me planteó un desafío.
– ¿Tú ves lo borracho que voy? Pues así de borracho te digo que sacamos el rifle de perdigones y agujereo un cigarro por el medio, y tirando de espaldas. Tú me pones un cigarro encima de una botella a veinte metros de distancia, y le hago un agujero por la mitad, sin romperlo. ¡Eh… y me juego un almuerzo!
El alcohol le envalentonó. Excesivamente confiado en sus dotes como tirador (él dice que una vez ganó un campeonato de tiro) me planteó un desafío que yo, como es normal, no quise perderme. El almuerzo era lo de menos, yo quería reírme. Balbuceaba al hablar, andaba con dificultad y a veces se te quedaba mirando un par de segundos con cara de besugo mientras intentaba entender lo que le decías. La verdad es que llevaba una buena castaña encima. No podía perderme por nada del mundo esa escena.
Aún así, él suele hacer este tipo de apuestas, y a menudo no son más que engañifas, de las que luego sale vencedor gracias a una pequeña trampa, fruto de algún pequeño detalle del que tu cerebro no se ha percatado. El enunciado de la frase trae consigo algún elemento que le va a permitir conseguir hacer lo que ha prometido y, por consiguiente, ganarte la apuesta. Pero esta vez no, amigo, ya son mucho años de experiencia.
Pensé concienzudamente en lo que apostó y le hice todo tipo de preguntas a modo de confirmación para saber que la jugada iba a ser totalmente legal. En mi interior, no obstante, yo sabía que me la iba a volver a jugar, aunque no de esta manera.
Realizar lo que había dicho en el estado de embriaguez en el que se encontraba era casi imposible. Me cercioré bien de todos los elementos de la apuesta y, sorprendentemente, parecía estar todo en su lugar. Iba a agujerear un cigarro que se hayara en vertical encima de una botella, a veinte metros de distancia y disparando de espaldas a él. El perdigón era casi tan ancho como el cigarro, con lo que, aunque le diera, era casi imposible que no lo partiera en dos. Aún así, él me juraba y me perjuraba que era capaz de hacerlo. Demasiado borracho, pensé, pero me moría por vivir aquello. Las risas estaban aseguradas, y viendo su estado, el almuerzo también.
Confiado de pasar un buen rato, saco el rifle de perdigones y montamos la escena de la apuesta. Él desenrosca el espejo retrovisor de su moto para poder ver el cigarro mientras tira de espaldas a él, con el rifle cargado a su hombro y apuntando hacia atrás. Le costaba mantenerse en pie sin moverse… como para agujerear un cigarro por la mitad. Ni de coña.
Me da un cigarrillo y me dice que se lo ponga a unos veinte metros de distancia encima de alguna botella. Como no habían botellas, cojo una de las latas que se beben entre él y el vecino. Inserto el cigarro, no sin cerciorarme de que no está trucado, en el agujerito de la anilla de una de las latas. Acto seguido me siento a disfrutar de la función.
Tras varios cómicos momentos de titubeo y luchando por tenerse en pie, mi tío Felipe encara el espejo, fija la mirada y se dispone a tirar. Su concentración es máxima. Su concentración de alcohol en sangre, también. Mi tío me la había jugado tantas veces que me imaginaba si no iba a ser capaz de dejarme con dos palmos de narices sacándose un enésimo as de la manga o, en este caso, de la lata de cerveza que no quiso soltar mientras apuntaba al cigarrillo.
Pero no. Disparó y, como indican las leyes de la lógica, falló. Abrió sus ojos sorprendido, como si no se lo creyera. Estaba absolutamente convencido de que podría hacerlo, y no lo hizo. En esos momentos solté una aliviadora carcajada.
– ¡Tchhh…! Que casi le doy, ¿eh? – pudo llegar a balbucear de forma ininteligible- Que si le tiro otra vez le doy.
En ese momento, el que se envalentonó fui yo.
– Te doy tres tiros más si quieres. Es más, no hace falta ni que tires de espaldas – le dije.
Y tiró los tres tiros a una distancia de veinte metros. Y ni rozó el cigarrillo. Eso sí, la lata la tiró dos veces al suelo. Aún así, no se dio por vencido. Le di cinco oportunidades más de hacerlo, pues me lo estaba pasando teta. Con cada fallo, él parecía más herido en su orgullo, lo que un borracho jamás llega a tolerar. Resultaba muy gracioso ver como resoplaba mientras intentaba no moverse y apuntar en condiciones. Falló todos los tiros, y yo me reía disfrutando como un enano, coreándole con Olés sus desgraciados intentos. Harto de verme reír, se giró hacia mí y me dijo:
– He ganado.
– ¿Cómo que has ganado? ¡Si ni siquiera te has acercado a darle! -le dije riéndome-. Con el pedal que llevas, es imposible que lo hagas. Y si lo haces, partirás el cigarro. De ganar nada, chaval, esta vez he ganado yo.
– ¿Estás seguro? Recuerda bien el trato. ¿Dónde está el cigarro?
– Encima de la lata.
– ¡¡Ahá!! No es una botella. Jajajajaja… ¡Chaval, que te queda mucho por aprender! ¡Te he engañado!
– ¿Pero qué engañado ni qué cojones? – le repliqué cargado de razón-. La apuesta consistía en que tú agujerearías el cigarrillo. Que esté en una lata o en una botella es irrelevante. Es más, ahora mismo lo pongo encima de una botella y si tienes narices lo agujeréas.
En ese momento, me miró fijamente a los ojos, cogió el rifle y, tan serio como borracho, me dijo expulsando con dificultad las palabras:
– No, no hace falta, chaval. Mira… y aprende del maestro.
Casi sin terminar la frase, y de una forma tan rápida como precisa, tomó el rifle, lo cargó, apuntó y, tras soltar un etílico eructo, dejó en el cigarro un impecable impacto que lo atravesó sin llegar a partirlo. Un perfecto círculo a veinte metros de distancia que me dejó con los ojos como platos y una cara de tonto de la que todavía me estoy riendo al escribir este texto. Un círculo milimétrico en el que a ambos lados podía observarse el finísimo papel del cigarrillo. Ni una sola hebra de tabaco. Un disparo tan increíblemente preciso que me obligó a realizar algún test de realidad por si todo se trataba de un sueño. Pero no estaba soñando. Fue demasiado convincente para ser suerte y demasiado increíble para ser verdad. O me había engañado él o me había engañado yo mismo.
Acto seguido me dio el rifle, borracho y satisfecho a partes iguales. Como si fuera Anthony Blake después de una noche de farra, me dijo:
«Todo lo que has visto es producto de tu imaginación. No le des más vueltas. No tiene sentido»
Y todavía le estoy dando vueltas.