Antonio Rollón es un tipo singular donde los haya. Nació y se crió en Londres, y ha trabajado de cocinero desde que tenía nada menos que trece años. Ahora tiene trenta y tres años, la famosa «edad de Cristo», y al llevar dos décadas dedicándose en exclusiva a la restauración no sabe trabajar en nada que se aleje de los fogones. Decir que es un cocinero excelente se queda corto, y al contrario de lo que pueda parecer, no es para nada un tipo ignorante, sino que la inteligencia y la empatía le fluyen por la sangre igual que lo hacen los glóbulos rojos o el oxígeno.
De padre zaragozano y madre británica, Antonio nunca había visitado España pero se sentía muy próximo a la cultura española. Le gustaba la paella, la tortilla de patatas y el vino de Rioja, pero nunca los había degustado de primera mano aquí, en la piel de toro.
Cuando creció, decidió probar suerte y marcharse a trabajar a un gran restaurante en Florida, donde (recomendado por su padre, también cocinero de alto standing) continuó su aprendizaje culinario y, sobre todo, vital.
Pese a no gustarle los toros, la vida le dio bastantes cornadas (en forma de matrimonios fracasados y amistades engañosas), aunque por suerte no le arrebató el capote, dándole una nueva oportunidad para poder torear su vida sin que ésta le hiriera de muerte.
¿Y qué tiene que ver un inglés que se llama Antonio Rollón conmigo? Pues hasta hace un mes no tenía nada que ver, su vida y la mía eran totalmente distintas y distantes. Pero la casualidad y el maravilloso caos del universo lo trajeron a mi mundo y, más concretamente, a mi casa.
Antonio había roto un matrimonio que se había tornado en un infierno, se había quedado sin trabajo y algunas de las personas que le rodeaban le dieron la espalda. Las circunstancias le habían convertido en una bala perdida, y decidió volver a su England natal, pero antes, quiso visitar España.
Antonio no sabía a dónde ir ni con quién, ya que en Zaragoza no le quedaba familia y en España no conocía a nadie más que un antiguo compañero de trabajo, que ahora vivía en Alicante. El paciente inglés, entonces, le pidió consejo a su padre.
– Daddy, do you know somebody in Spain?
– Yes, Tony. You must call Paquita, she was my friend in Miami and now lives in Valencia. She will be a great host for you.
Paquita es mi madre. Ella estuvo trabajando siete años en Miami y allí conoció a Antonio Rollón senior, cocinero como ella, el padre zaragozano del Antonio Rollón al que va dedicado este post.
Mi madre se acababa de ir dos semanas a Asturias cuando Antonio la llamó para pedirle «asilo político» en su casa. Ella le ofreció su hogar, pero hasta que volviera de Asturias iba a ser su familia la que le hospedara. «Su familia», en este caso, no somos otros que mi padre, mi tío y yo.
Cabe señalar que mi madre tiene un largo historial de meterse en movidas y arrastrar a su familia con ella, con lo que la idea de tener a un tío en nuestra casa, al que no conocíamos de nada (es más, ni siquiera ella lo conocía, sólo conoció a su padre) no era del todo agradable. Me temí algo bastante embarazoso cuando oí a mi padre hablar con ella por teléfono.
– ¿Qué? ¿Pero cuándo viene? ¿Mañana? Y tú te quedas allí, ¿no? Manda cojones. Pero coño, Paqui ¿Estás en Asturias y nos mandas aquí a un tío que…? ¿Y cuánto tiempo se queda? Joder… vale, vale. Manaña iré a recogerlo al aeropuerto. Ale, adiós.
Mi padre, resignado calzonazos acostumbrado a tragar carros y carretas por amor (o quién sabe por qué) sucumbió de nuevo ante la labia de mi madre y nos explicó lo sucedido, aunque sólo escuchando la conversación telefónica ya te podías oler la tostada: Íbamos a tener en nuestra casa a un inglés de padre español, residente en Florida y que no sabíamos ni quién era ni cuándo se iba a ir. Tentadora historia, ¿verdad? Buñuel habría hecho un peliculón con esto, os lo aseguro. Aquí empezó mi entrañable experiencia con el guiri Antonio.
Llegó a España con su diccionario y su cuaderno de ejercicios bajo el brazo. Estaba aprendiendo español desde el mismo instante en que partió del aeropuerto de Miami. Sin pelo en la cabeza, sin apenas equipaje, con unas ojeras crónicas grabadas a fuego en su rostro y unas ganas tremendas de vivir, el guiri Antonio llegó a mi casa acompañado de un halo de paz y buenas vibraciones, invisibles pero perfectamente captables. Venía en son de paz, en son de amor, y eso se vio desde el primer instante. Alto, delgado, sensible y educadísimo, Antonio entró en mi hogar como una brisa fresca y suave, que refresca sin llegar a molestar.
Los dos primeros días fueron algo raros, pues su castellano estaba aún muy verde y la comunicación entre él y mi familia se producía mayormente con gestos, además del distanciamiento inicial en personas que no se conocen de nada. La mayor parte de las veces, me tocaba hacer de traductor entre locales y visitantes (con un dominio del inglés que deja mucho que desear) pero el guiri Antonio es muy inteligente (mucho, de verdad) y en apenas una semana ya podía mantener una conversación fluida en español, siempre escudado por su inseparable diccionario English-Spanish, Spanish-English.
A partir de ahí todo fue mucho más rápido. Llegamos al acuerdo de que él me hablaría a mí en castellano y yo a él en inglés, y así podríamos perfeccionar ambos idiomas. Empezamos a coger confianza y a tener conversaciones cada vez más profundas, hasta llegar a conocernos bastante bien en apenas tres semanas.
En un intento por ser buen anfitrión, intenté enseñar a Antonio la ciudad de Valencia. Probó la auténtica paella valenciana (pollo, conejo y verduras típicas, no más alicientes), probó la mejor de las horchatas artesanas y probó el clima mediterráneo y el gran carácter abierto de los valencianos.
También me lo llevé a pasar el día a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, donde disfrutó del mayor acuario de Europa, del Museo de Ciencias y de una película Imax sobre las profundidades marinas, cosa que le apasiona. Recuerdo con tanto cariño estas experiencias que mientras escribo esto, sin darme cuenta, sonrío.
Antonio, como digo al principio del post, es un tipo peculiar, muy peculiar, y muy especial. Es simpatizante de la religión budista, tiene una visión de la vida y un carácter que le hace tremendamente accesible, y el hecho de llegar a tener una conversación profunda con él puede ser realmente muy enriquecedor.
El guiri Antonio hizo muy buenas migas tanto con mi padre como con mi tío, con los que le encantaba compartir chupitos de whisky, mojitos y jarras de melocontinto o MTG (melocotón, tinto y gaseosa) ya que otra cosa no, pero al guiri le gustaba empinar el codo cosa mala, como buen inglés, y se fue a juntar con dos que no le hacían asco tampoco ni al whisky ni al tintorro.
Una de tantas noches en las que mi tío y el guiri Antonio se pusieron hasta las cejas de alcohol, pasó algo realmente descojonante, que sólo de pensarlo se me saltan las lágrimas de la risa. Resulta que ya eran las 2 de la mañana y mi tío, que es quien suele cocinar en casa, dijo que iba a sacar el chorizo del congelador para comer al día siguiente. El guiri Antonio, no conocedor de que hablaba con alguien que tiene un gran corazón pero muy pocas luces, tuvo la osadía de hacerle entender a mi tío algo acerca de la filosofía budista, con lo gracioso añadido del acento inglés cerrado y de los litros de alcohol que corrían por las venas de ambos:
– No choriso para mañana… -dijo Antonio- mañana no existe, ayer no existe… sólo ahora.
– ¡¿Cómo que no?! -replicó mi tío- Yo saco ahora el chorizo y mañana comemos chorizo por mis huevos. ¡Mañana chorizo comer!
– No, pero… tú no sabes mañana, mañana puede no existe.
– ¿Que no existe? Yo saco el chorizo y mañana comemos unas fabes con chorizo de escándalo, ¡y a tirarse pedos! ¡Cuescos a manta! ¡¡Pff, pffff…!!
– Pero… tú no puedes desir mañana, tú no sabes que pasa mañana. A lo mejor no hay mañana -el alcohol hacía que el pobre guiri no viera que era imposible hacerle entender algo así a alguien como mi tío- y quisás tú mañana no puedes porque no sabes…
– ¡¡¡Nada!!! -cortó en seco mi tío- mañana a comer chorizo y si mañana nos morimos todos me la suda, yo ahora saco el chorizo y mañana a comer todos fabes con chorizo… ¡¡¡y pedos!!!
– Antonio -le supliqué llorando de la risa al contemplar tal kafkiana escena- don’t try it more… it’s impossible. Talk about other things, please.
En su visita a nuestro país, el simpático guiri adquirió también varias costumbres muy españolas como la siesta y algo muy común entre españoles, hablar constantemente de mujeres. Un día en el supermercado, el guiri Antonio vio a una mujer de suculentas curvas y le dijo a mi tío:
– Buen culo esa chica.
– No se dice buen culo -dijo mi tío, que de fino no tiene nada- se dice «la pondría mirando pa’ Pamplona».
A partir de ese momento, cada vez que el guiri Antonio veía una buena moza (ya fuera en la tele, en una revista o en la calle) decia «ohhh… pa’ Pamploonaaa» con su típico acento inglés, y la verdad que pudo decirlo como cien veces en su estancia, pero en todas resultaba muy gracioso.
Con Antonio he vivido muchos momentos graciosos y también alguna que otra conversación en plan filosófico que, definitivamente, me ha aportado mucho más de lo que yo me podía imaginar.
Viajar es una experiencia tremendamente enriquecedora, entre otras muchas cosas, porque te das cuenta de que vives adaptado a un idioma y a unas costumbres que sólo están en tu lugar natal. En el resto del mundo se habla y se vive de mil formas distintas a la tuya, y el hecho de vivir experiencias sin llegar a entender todo lo que ves ni todo lo que te dicen puede llegar a ser frustrante, pero también tiene una gracia especial. Tiene una belleza que te hace disfrutar el momento de una forma única, pues te hace forzar tu mente para adaptarte, y sentir la empatía con las personas al mirarlas a los ojos, al interactuar con ellas, sin necesidad de entender todo lo que te están diciendo. Se trata de transformar el inconveniente del idioma en una ventaja para potenciar la conexión más allá de las palabras. Eso te hace sentir experiencias nuevas y únicas, y el guiri Antonio jugó perfectamente esa baza en su viaje a nuestras tierras.
Una de las cosas en las que me he reafirmado con la visita de Antonio es que todo ocurre por una razón. Siempre tuve ese pensamiento, pero esta experiencia me ha hecho pensarlo más firmemente que nunca.
Este es el tatuaje que el guiri Antonio luce en su brazo. Viene a significar algo así como «Esto también cuenta», queriendo expresar que todo lo que te pasa en tu vida tiene trascendencia en tí y en los demás, y hay que tener siempre en cuenta eso antes de menospreciar cualquier momento o situación que vivas. Él lo lleva en su brazo para acordarse siempre de que no ha de desaprovechar nada de lo que le pase, y que ha de saber empaparse de todo lo que le ocurra. Aprender de todo. Siempre.