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Dar cera, pulir cera

Daniel Larusso estaba harto de ser un tirillas al que todos tomaran por tonto. Se sentía frustrado por no poder pertenecer a una élite social donde ser respetado y admirado. Estaba cansado de ser un Don nadie, sin tener popularidad entre la gente, y mucho menos entre las chicas. Se sentía harto de tener que tragar una y otra vez ante las intimidaciones de los machos alfa de la sociedad: los guapos, los ricos, los populares, los malotes. Para colmo, la chica que le gustaba se encontraba dentro de ese círculo, y se la estaba tirando uno de esos capullos que tienen un Mustang del 78 y el pelo engominado.

Como consecuencia de toda esta frustración e infelicidad, Daniel quería hacerse respetar. Quería ser importante. Quería poder contrarrestar la influencia de esos tipos. Quería triunfar en la vida. Quería dejar de ser un perdedor. Quería dar hostias como panes.

En este ansia por ganarse el respeto de la gente a golpe de estilete, Daniel dio con el señor Miyagi, un entrañable abuelito que vivía al lado de su casa, sin meterse con nadie y cuidando de sus plantas. Aquel hombre era un experto en artes marciales, y nuestro protagonista pensaba que le ayudaría a repartir collejas a dos manos, consiguiendo con esto el éxito social que tanto deseaba.

Tanto insistió Daniel en aprender todo lo que sabía Miyagi que el sabio abuelito acabó accediendo a enseñarle los secretos de las artes marciales para poder defenderse de los abusones. El chico había conseguido su objetivo, y al fin podría partirle la cara a los matones del instituto, consiguiendo con ello saborear las mieles del éxito adolescente y realizarse como persona.

Pero no todo era como Daniel pensaba. El jodido abuelito le hacía limpiar en su casa, lavarle el coche y hasta atrapar moscas con palillos. ¿Pero qué coño era eso? ¿Cuándo iban a practicar las patadas mortales y los giros de muñeca? ¿Estaba aquel tipo siendo otro más de los que se reían de él?

Un día, después de lavarle el coche a su maestro, éste le dijo que se lo encerara. Daniel estaba en un estado intermedio entre el mosqueo y la incredulidad. El entrañable abuelito le dio un cubo y le dijo que el secreto era ir despacio, haciendo bien las cosas. Tranquilo. En armonía. Primero, dar cera. Después, pulir cera.

A Daniel Larusso, ya bautizado como Daniel San, le costó asumir la rutina que el señor Miyagi le impuso, pero acabó dándose cuenta de que, para llegar hasta un sitio, es preciso conocer el camino y saber cómo recorrerlo antes que empezar a andar con mucha ilusión pero sin un rumbo fijo. Se dio cuenta de que lo mejor era empezar a construir siempre a partir de los cimientos.

Después de semanas de atrapar moscas con palillos, limpiar, entrenar, dar cera y pulir cera; Daniel San aprendió la fuerza y la importancia de la metodología como medio para conseguir objetivos. El poder del esfuerzo, de la paciencia y de la constancia para conseguir cualquier cosa que desees lograr en la vida.

Al final, gracias al casposo glamour Hollywoodiense, le hace la patada de la grulla al malo de la película, todos le vitorean y se lleva a la chica. Fin. Lo típico de las películas.

Pero antes de llegar a eso, Daniel San y el señor Miyagi nos enseñaron algunas de las cosas más importantes de la vida.

Cuando yo tenía 16 años, cursé por primera vez la asignatura de Ética, después de toda una infancia dando Religión. Aquello fue como abrir una puerta en Matrix que me llevara de una habitación oscura en el Bronx neoyorkino hacia una enorme llanura verde y soleada, repleta de árboles donde los pajarillos cantaban armónicamente y las flores desprendían un perfume dulce como la miel de naranjo. Una expansión mental sin precedentes en mi corta existencia.

Al año siguiente, elegí estudiar Bachillerato de Humanidades, entre otras cosas, para poder estudiar Filosofía, doctrina de la que me había enamorado el curso anterior. Estudiar Ética me había proporcionado algunas nociones acerca de los grandes pensadores de la humanidad y estaba ávido de conocimientos. Estaba deseoso de ponerme una túnica de lino, sentarme en una roca en medio de la nada y atusarme la barba mientras recitaba lapidariamente frases como “Sólo sé que no sé nada”, “El hombre es un lobo para el hombre” o “Pienso, luego existo”.

Realmente, yo no tenía ni pajolera idea del auténtico y complejo significado de estas frases, pero me sonaban sabias. Pensaba que, al decirlas, yo me convertiría en alguien sabio y todos me respetarían. Quería ser un filósofo. Quería ser inteligente. Y quería serlo ya. Igual que Daniel San esperaba poder dar de hostias a los matones de su instituto de la noche a la mañana.

Mi sorpresa fue cuando empezamos a cursar la materia y no había ni rastro de Platón. Ni de Sócrates, ni de Kant, ni de Locke. Nada de aquellos hombres que el año anterior descubrí en la asignatura de Ética. Ninguno de todos esos genios que tanto han aportado a la doctrina filosófica se estudiaban en aquella asignatura. En su lugar, estudiábamos algo llamado Lógica. Largas e insufribles clases repletas de ejercicios con proposiciones del tipo “A es menos que B y C es más que B; luego C es más que A”.

Cuando por fin se empezó a hablar de algún filósofo, estudiábamos su biografía y las circunstancias de la época en la que vivió. Nada de su obra. Nada de frases lapidarias. Nada de atusarse la barba. En los primeros 6 meses de clase no se le vio el pelo a Aristóteles, y aquello para mi era realmente aburrido. Más que aburrido, yo diría decepcionante. Tanto, que empecé a cogerle manía a la filosofía. Creía que aprender filosofía me haría interesante y lo que hacía era aburrirme. Me sentí estafado. Igual que Daniel San lo estuvo con el señor Miyagi cuando le hacía encerarle el coche.

Tiempo después, abandoné el instituto y me puse a trabajar. Trabajar es muy diferente de estudiar. Trabajar es una putada, y fue difícil empezar a hacerlo. Aquello era jodido, pero me hizo madurar y aprender muchas cosas, cosas que no se olvidan y que te acompañan el resto de tu vida. Cosas como el valor del sacrificio, la importancia de la constancia, lo bonito de la paciencia. Cosas que Daniel San aprendió gracias al señor Miyagi.

A partir de entonces, y después de unos años, decidí retomar los estudios. Gracias a Internet, también retomé mi interés por la filosofía, pero no de un modo pretencioso sino más bien humilde. Dejándome seducir por su esencia. Abierto a descubrir. Aprendiendo que casi todo en la vida tiene que ver con ella. Aceptándola como un medio y no como un fin.

Aunque mi especialidad académica acabó siendo otra, gracias a Internet tuve la ocasión de poder leer textos filosóficos, biografías, artículos, blogs y foros que me devolvieron aquella fascinación inicial y pura que tuve en la adolescencia, antes de querer aprenderla para hacerme el interesante.

En aquella época también vi la película Karate Kid. Y la entendí.

Al final, y después de mucho tiempo, sufrimiento, alegrías y esfuerzo, he ido descubriendo poco a poco que el señor Miyagi tenía razón.

Vale la pena respirar hondo, relajarse, concentrarse y encerar el coche. Lo demás va viniendo solo.

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El poder de los amarillos

Vivir en sociedad hace que las personas estemos en un contacto permanente entre nosotros. Nos estamos relacionando continuamente todos los días, muchas veces sin darnos cuenta, puede que incluso de forma mecánica o inconsciente.

Conocemos personas muy a menudo, durante todas las etapas de nuestra vida. Inicialmente, convivimos con un núcleo familiar entorno al cual se forjan y ramifican buena parte de nuestras relaciones personales futuras. A través de nuestra familia y de los lugares por los que ésta nos guía (residencia, colegios, vacaciones, actividades extraescolares…) vamos conociendo muchísimas personas a lo largo de los años, algunas de las cuales llegan a ser realmente muy importantes en nuestra vida.

Generalmente, con la llegada de la adolescencia y la juventud, adquirimos cierta independencia a la hora de conocer a personas ajenas a nuestra familia. Pasamos mucho más tiempo fuera de casa que cuando eramos niños, y ello nos posibilita seguir conociendo gente. Gente a través de la cual conoceremos otra gente, y a través de ellos otros tantos.

A lo largo del tiempo, iremos conociendo cada vez más y más personas. Conoceremos más y más cosas. Algunas de estas personas pasarán de forma inadvertida, otras se quedarán durante algún tiempo y otras, las que menos, nos cautivarán y se quedarán con nosotros para siempre.

Tantas serán las personas que conoceremos, que nos veremos obligados a elegir. Habrá muchas que, forzosamente, tengan que quedar fuera de nuestra vida. Es muy posible que esto nos suceda con alguna persona que realmente nos haya llamado la atención, pero que por circunstancias no hayamos podido o tenido interés suficiente en conocer de verdad.

Incluso puede ser que detrás de muchas de las personas que han pasado de puntillas por nuestra vida, esas a las que directamente no hemos prestado atención, se escondiera alguien con quien podríamos haber tenido una gran conexión. Un aprecio sincero y honesto, un maravilloso intercambio de ideas, una preciosa amistad o un apasionado amor. Hasta es posible que una heterogénea mezcla de todos estos sentimientos. Es realmente muy posible que, de entre todas las personas que han entrado y salido de nuestra vida, hayamos perdido a más de un amarillo.

Conocí el concepto de «amarillo» hace ya varios años en una entrevista de televisión a Albert Espinosa, cuyo más famoso trabajo es el guión de la película Planta 4ª, basado en hechos reales de la vida del propio Albert.

En aquella entrevista contaba con gran naturalidad las circunstancias que vivió durante los años en que el cáncer le obligó a vivir en un hospital. Una enfermedad que le diagnosticaron con sólo 14 años y que logró superar por completo a los 24. Como él mismo considera, «los años más importantes de una persona: cuando crece, madura y adquiere las primeras bases sobre las que construirse».

Espinosa era un tipo que, pese a haberse tirado media vida en un hospital, rezumaba optimismo y buen rollo. Le faltaba una pierna, un pulmón y medio hígado, y él estaba sonriente y encantado de la vida contando como, el día anterior a que le amputaran la pierna, le hicieron una gran fiesta de despedida a la propia extremidad. Una vida que habría traumatizado a cualquiera, a él le hizo madurar y darse cuenta de que elegir el camino del dolor permanente es lo más fácil y, a menudo, lo menos productivo.  El dolor a veces es necesario para aprender a perder, pero él, como demuestran sus palabras, es fundamentalmente optimista.

Hablaba con tanta humildad y tan pocas pretensiones que resultaba realmente agradable de escuchar. Era una persona «famosa», pero no desprendía falsa modestia, ni se preocupaba de ser políticamente correcto. Con respeto, pero sin falsedad. Debo admitir que, sin conocerlo de nada, Albert Espinosa me pareció un tipo de puta madre. Además, extraordinariamente sensible y bueno comunicando, pues no es nada fácil relatar con tanta normalidad todas las cosas buenas y malas que le pasaron en el hospital.

En todos esos años de reclusión, decidió continuar con sus estudios, seguir construyéndose a sí mismo, madurando y descubriendo cosas. Una de las grandes cosas que descubrió fue un nuevo sentimiento, un nuevo tipo de personas con las que relacionarse. Se trataba de los amarillos.

El concepto de «amarillo» toma su nombre, según el propio guionista, por el color del sol. Como el amarillo sol, también hay un tipo de personas que nos dan calor y nos iluminan, y es por eso que les denomina amarillos en lugar de «amigos» , «familiares», «compañeros» o «pareja». Y no es un término aplicado exclusivamente a personas, pues las vivencias de su pasado le llevaron a escribir el libro El mundo amarillo con relatos y consejos para la vida basado en sus experiencias.

En palabras del propio Albert, los amarillos son «aquellas personas que son especiales en la vida de alguien, que se encuentran entre el amor y la amistad y que no es necesario verlos a menudo o mantener contacto con ellos […]Gente que consigue cambiarte, que te lo encuentras una vez en una ciudad, o en un aeropuerto, y te comprende. Los amarillos para mí son los amigos del nuevo siglo”.

Un amarillo puede ser, por tanto, cualquier persona en cualquier momento y en cualquier lugar. Alguien que conoces yendo de fiesta, esperando el autobús o haciendo cola en el supermercado. Tu compañero de pupitre o tu profesora de matemáticas. Un primo, un amigo de la infancia. Alguien que puede triplicarte la edad o a quien tú se la tripliques. Alguien anónimo con quien sólo cruzas unas frías líneas en Internet.

Las conexiones, casualidades y causalidades de todas las personas que se han cruzado en «nuestro» camino, y el interés que éstas han causado en nosotros, han ido formando nuestras relaciones personales actuales. En estas relaciones personales, no debemos subestimar la importancia e influencia que un amarillo puede tener en nosotros.

Podemos relacionarnos mucho con personas que no nos aporten demasiado y podemos tener una sola conversación con un amarillo que nos haga aprender, cambiar y mejorar cosas de nuestra vida. Sólo es cuestión de darse cuenta de cuando tenemos delante alguien que puede ser, y del que podemos ser, un amarillo.

Dicen que los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. Sin embargo, nos faltarían manos para contar todos los amarillos que podemos tener.

«Tal vez deberíamos aprender algo de Newton: las personas, como los objetos, sencillamente caen. Pero nunca lo hacen bien o mal. Simplemente llegan, aparecen un buen día en nuestra vida como consecuencia de una cadena de causas y efectos.

Lo bueno o malo de su compañía debería ser inferido posteriormente, mediante esa forma de experimentación científica que en los seres humanos llamamos «trato».

Una persona nunca debe caernos mal cuando se produce el primer encuentro. Simplemente debe caernos».

Juan Carlos Ortega en «Buenos Días, Sócrates»

Cine, Conciencia, Economía, Reflexión, Sociedad

La verdad sobre el sistema financiero

Hay una serie de verdades inocuas ante la razón. Del mismo modo que una mentira se intenta convertir en verdad repitiéndola mil veces, las verdades se dejan sueltas con tal libertad que acaban convirtiéndose en tópicos, y como tópicos que son, acaban tomados casi a broma.

Un ejemplo muy conocido de una mentira que se intenta convertir en verdad mediante la repetición podría ser el caso de las famosas armas de destrucción masiva de Irak, que jamás existieron pero que fueron tomadas por reales, y gracias a ese pretexto se llevó a cabo una invasión que, a día de hoy, se salda con cerca de un millón de civiles muertos.

Por contra, un ejemplo de verdad que se acaba desvirtuando es muy fácil de encontrar. Frases como «los políticos sólo quieren el poder» o  «somos esclavos de los bancos» expresan cosas tan fuertes y, en cierta medida, tan reales que me pregunto qué será exactamente lo que nos ha pasado para tener esta asombrosa  inmunidad ante frases que no deberían sino hacernos, como mínimo, reflexionar.

Que los políticos sólo quieran el poder o que seamos esclavos de los bancos son argumentos muy fáciles de desmontar para los políticos y para los bancos. Aplicando la lógica, ni todos los políticos ansían el poder ni somos realmente esclavos al servicio de los bancos. Por lo tanto esa fe ciega en que algunos políticos son honrados y en que los bancos nos sangran pero nos prestan un servicio vital para nuestra vida (créditos) hace que la maquinaria continúe, con los mismos políticos y con el mismo sistema bancario.

Tengo que confesar que me apasiona la economía. Es una de esas cosas que no busqué jamás, pero que me encontré de frente y estuvimos condenados a entendernos, pues en su día estudié Administración y Finanzas por el mero hecho de que para estudiar otra cosa debía desplazarme, y estudiar administración era lo más cómodo. Así que descubrí la contabilidad y el sistema financiero. Por el asco que le he tenido siempre a las matemáticas lo pasé bastante mal al principio, pero le cogí el gusto (todo es ponerse) y los números y las fórmulas ya no eran un obstáculo, sino que eran un mero trámite que me hacía incluso disfrutar mientras resolvía problemas que se podrían dar en la vida real.

Y luego llegó la Bolsa, mercado de capitales por excelencia. Ese fue el comienzo de todo para mí, conocer la Bolsa. Ese complicadísimo sistema de valores me llevó más allá de los meros números y fórmulas, me empujó a reflexionar sobre las raíces del sistema económico, sobre su importancia REAL en nuestro día a día. Sobre su influencia auténtica en lo que hoy en día es el mundo.

Supe que realmente en el planeta no hay tanto dinero material como el que figura en nuestras cuentas bancarias. Sería imposible que sacáramos todo nuestro dinero de los bancos. No porque no quieran dárnoslo, sino porque no lo tienen. No lo tiene nadie, en realidad. No existe tanto dinero, sólo existen sucedáneos en forma de cuentas bancarias, cheques, pagarés, obligaciones… etc. Pero dinero, dinero… lo que se dice show me the money, no hay tanto. No hay en realidad ni una décima parte, y eso es el más cálido y acogedor caldo de cultivo para la especulación económica. Para que, en pocas palabras, un dinero que no existe genere intereses, obligaciones de pago.

La economía es realmente complicada de entender. Un peñazo, un bodrio, una patada en los cojones si así quieres llamarlo. Si no hay algo de ella que te llame la atención cual bella dama, no entenderás nada porque hay mil mecanismos distintos para mil tipos de operaciones económicas, que a su vez tienen relación constante con el mercado y con las instituciones públicas y privadas. Es por eso que, además de difícil de entender, la economía es complicadísima de explicar.

Pero he aquí que en una anodina tarde de verano, con los ventiladores a punto de pedir la baja por estrés, veo la película Concursante. Un título que nadie relacionaría con economía, y que esconde tras de sí un film que para mí ha sido muy revelador, sobre todo por la simplicidad con la que ha explicado la tiranía del sistema económico capitalista basado en la financiación externa (bancos).

La peli va de un joven que gana un increíble premio en un concurso televisivo, valorado en 3 millones de euros. Una mansión, coches, un avión… pero ni un euro en metálico. Este gran premio supone todo un calvario para él, pues Hacienda le reclama casi la mitad del premio, considerando que su patrimonio personal ha aumentado en 3 millones de euros. Y a Hacienda no se le puede pagar en especie… así que pide un crédito al banco para pagar esos impuestos calculados sobre un dinero que él no tiene, pero de cuyo pago no puede eximirse. Todo se convierte en una diabólica bola de nieve hasta que conoce a un hombre que se dedicaba a dar conferencias sobre economía, y este le da una simple pero ilustradora charla acerca de como el sistema hipotecario se adueña de todo lo que tenemos, e incluso de lo que no tenemos. Siete minutos de vídeo imprescindibles para cualquiera que se haga preguntas acerca de la economía.

El obstinado premiado, cuyo papel interpreta genialmente Leonardo Sbaraglia, era profesor de Historia de la Economía. Cuando todo el bucle económico se adueña de su vida, de su trabajo y de su cordura, tiene una última charla «clandestina» a modo de revelación para sus alumnos, justo después de que le despidan:

– Cuando hay exceso de dinero sólo hay dos formas de equilibrio: O se hace desaparecer el 90% del dinero, es decir el ficticio, el que no es tangible (cosa que no va a suceder) o se suben los precios entre diez y quince veces, y así acabará todo. Cuando todo llegue a su fín -decía el profesor mientras Seguridad lo sacaba ya a la fuerza de su clase- harán una de estas dos cosas. ¡¡¡Esta es la verdadera explicación de los ciclos económicos!!!  Ese será el fin de todo, ¡Desconfíen! ¡Olviden lo que han aprendido -gritaba ya cual lunático desbocado- desconfíen de lo que saben, desconfíen de mí! ¡¡¡No crean en nada, no crean en nada!!!

Y es que este buen hombre sólo trataba de concienciar a sus alumnos para que no cometieran el mismo error que él, el de poner sus vidas en manos de una institución financiera.

Desconfiar puede ser una genial forma de hacernos preguntas, de aprender y, en consecuencia, de evolucionar. Por favor, tenlo en cuenta antes de pedir un préstamo.

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El síndrome de Valencia

Hace unos años tuve la ocasión de viajar desde Valencia, mi ciudad natal, hasta Barcelona para pasar unos días con un amigo.

Durante la estancia allí, como buen anfitrión, el chico se preocupó bastante de tenerme casi todo el tiempo ocupado. Me preparó quedadas con sus amigos, cenas por ahí y excursiones a todo tipo de lugares típicos de la zona. Pero lo mejor de todo sucedió cuando decidió llevarme en el Bus Turístic de Barcelona.

Aquello fue genial, vimos muchos de los mejores lugares de la ciudad y lo que más me llamó la atención fue la frase que me dijo mi amigo, que era de Barcelona desde que decidió nacer.

Nen, yo que soy de aquí, no sabía que Barcelona era tan bonita, de verdad te lo digo, ¿eh?

Aquella frase me impactó mucho por lo embobao que estaba mientras lo decía y porque automáticamente empecé a empatizar con sus emociones. ¿Cuánto podría estar yo perdiéndome de mi ciudad? ¿Qué cosas podrían haber que me llegaran a fascinar?

Pues bien, he recorrido prácticamente toda mi ciudad en multitud de ocasiones y he de decir que Valencia es una ciudad amplia, con un clima único y con un equilibrio entre cultura y modernismo brutal. Además su gente es de un carácter muy abierto. Creo que, aunque pueda ser subjetivo, Valencia es un maravilloso sitio donde vivir. Eso sí, aún no he cogido el Bus Turístico… pero no voy a tardar mucho.

No trato de que todos vengáis este verano a Valencia, no. Lo que quiero transmitir es que yo he conocido mi ciudad y he aprendido a valorar todo lo que tiene. Los valencianos (los de toda la Comunidad Valenciana) somos un pueblo especial, por muchas cosas, y de algunas de ellas va este post.

Resulta que acabo de ver la película El Sindrome de Svensson, una película producida y filmada en diversos pueblos de la provincia de Valencia. Forma parte de una serie de DVD’s llenos de películas que esperaba ver este verano, pero esta la escogí por error. Lo curioso del caso es que ya la intenté ver hace mucho tiempo y no aguanté 10 minutos, tuve que quitarla de lo malísima que me pareció. Me dio la sensación de ser la típica película surrealista en la que intentan ir de graciosos haciendo estupideces constantes dentro de un guión infumable. Tan mala me pareció que la borré de mi memoria para siempre en segundos. Y ya me extrañó que fuera tan mala, porque el reparto que tiene es realmente excelente, pues aparecen muchos actores conocidos de cine y televisión.

Pero he aquí que la vida te da a veces segundas oportunidades, y como esa película estaba totalmente fuera de mi memoria, al ver el DVD mucho tiempo después ni recordaba lo mala que era. No recordaba absolutamente nada. Leí «El síndrome de Svensson» escrito a boli en la carátula y mi cabeza no lo relacionó con aquel film. Aquella película ya no existía para mí, así que tropecé dos veces con la misma piedra, aunque esta vez para bien.

Eso sí, demasiadas pistas le hacen a uno acertar por muy tonto que sea, y en cuanto vi el primer fotograma, exclamé para mis adentros: ¡Mierda!

Otra vez la peli del capullo con una camiseta de la selección sueca que intenta ir a dedo hasta Xàtiva (Valencia) porque allí tiene que encontrar a su mujer ideal. Ese tipo tiene el Síndrome de Svensson, una extraña enfermedad sin síntomas ni tratamiento, a la que le han puesto el nombre de nuestro protagonista, pues su família es la única que la padece. No saben lo que es. En realidad no es nada, no existe. Además el chico (que es buena gente en verdad) se encuentra con multitud de frikazos de talla mundial en un guión totalmente absurdo. Con ese panorama y con el poco interés que puse en verla, ¿cómo iba a gustarme?

Pensé en avanzar hacia delante por si había algo gracioso que me estimulara para soportarla, y vi un par de escenas que me hicieron esbozar una gran sonrisa sin darme cuenta. Al ser consciente de que estaba disfrutando, decidí verla completa, y tengo que decir que estoy muy contento de haberlo hecho.

Al verla sin prejuicios, la he disfrutado como un enano riéndome de situaciones irrisorias y absurdas, mezclando clichés típicos y muy exagerados de los valencianos (paella, macarras, naranjas, fallas, labradores catetos, paquito el chocolatero…) con unas dosis de humor surrealista que me ha hecho reír y hasta incluso llorar, tanto de risa como de emoción.

Viendo la película completa pude disfrutar una secuencia que me tocó las fibras más sensibles: dos pijas catalanas se pierden en el barrio del Cabanyal (barrio marinero de Valencia, donde yo nací y me crié) y muestran un plano a coche de las distintas callejuelas y las viejas casas con más de cien años que le siguen dando ese toque antiguo y cultural a la ciudad cada vez más modernizada. Este es un barrio muy carismático y antiguo de Valencia, y actualmente está en peligro de extinción. Al ser mi barrio natal y conocer toda la polémica que hay entorno a él, me emocionaron mucho estas escenas. Esta situación es poco conocida a nivel nacional, aunque programas como Callejeros también le dedicaron un tiempo en televisión.

El retrato del barrio del Cabanyal con toda la vida que allí hay (esa parte fue más documental que película) me llegó de verdad. Los viejos sentados en las puertas de sus pequeñas y viejas casitas, tomando el fresco y charlando con los vecinos. Las coloristas y preciosas fachadas de muchas de aquellas casas le otorgan un carácter mediterráneo y añejo que solo se comprende desde la aceptación de la memoria histórica de la ciudad. Incluso toda la «fauna» que siempre ha habido en esa zona ( es un barrio muy humilde con lo que eso conlleva) son cosas que quien conoce Valencia sabe que van con el carácter de la ciudad. Han estado siempre allí y forman parte de la idiosincrasia valenciana. Fue muy especial ver todo eso en una película. Era como visualizar lo que yo he vivido desde pequeño pero en 8 mm. O bueno, mejor dicho a 512 kbps. De verdad que esa película tiene algo muy especial.

No sé si alguien de fuera de Valencia la disfrutará o sabrá captar parte de ese mensaje en clave valenciana que nos deja, pero sí que puedo decir que si eres de Valencia o conoces la tierra y quieres ver una peli para reirte sin prejuicios ni complejos, (y hasta para pensar un poquito si te lo propones) esta es una grandísima ocasión.

Puede que a primera vista te parezca una apestosa creación, pero si lo intentas a lo mejor te hace aprender a valorar un poco más la cultura y la filosofía de vida que aquí tenemos. En definitiva, la cultura que cada uno tiene en su tierra. Aquí os dejo un par de trailers del film.

Vivas donde vivas, ese sitio tiene una historia que vale la pena conocer, no te niegues el placer de saborear la cultura de donde están tus raíces.

Es muy bueno estar rulando un poquito por tu ciudad. Conocerla mola, y además, te ayuda a conocerte a tí mismo. Yo ya tengo el síndrome de Valencia. Espero que tú contraigas también el síndrome de tu pueblo.