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El absurdo en nuestra vida

Siempre he sentido especial predilección por las cosas absurdas e inverosímiles. A lo largo de mi vida, estas situaciones me han llamado la atención de forma especial, haciéndome pensar, y mediante la observación he tratado de discernir por qué lo absurdo es algo tan magnético, tan propenso a ser aplaudido como despreciado. Ello me ha llevado a cuestionar su existencia y distinguir algunos de los motivos por los que, a veces sin darnos cuenta, buscamos la rareza, la extravagancia, lo novedoso y atípico.

Analizar el mundo que envuelve este tipo de situaciones me ha dejado claro que existen multitud de reacciones distintas ante una situación literalmente increíble. Lo normal es quedarse superado por el momento. Inmóvil, perplejo, pasmado. Hay quien se sorprende y le da por reírse, y también quien se sonroja o se siente ofendido. Incluso hay a quien el absurdo le aburre enormemente. Depende de cómo caiga y a quién. Incluso a nosotros mismos nos sorprendería saber qué posición adoptaríamos ante determinadas situaciones ante las que sólo se puede decir:

What The Fuck!??

O la versión española:

¿¡Pero qué coño…!?

Es dificilísimo saber cómo reaccionarías si, de repente, ves pasar por la calle a una persona totalmente seria en taparrabos.  Complejo imaginar qué harías si sorprendes a un viejecito teniendo una conversación a gritos con un perro, el cual, para colmo de los colmos, parece responder con gran elocuencia a base de ladridos. Difícil saber qué pensaríamos si en una comida familiar, y delante de todo Dios, a la abuela de la familia le da por liarse un porro de marihuana para acompañar el café descafeinado. Existirían reacciones para todos los gustos, y en muchas de ellas se produciría un punto de inflexión provocado por la atronadora realidad del momento.

Precisamente por ello, por los efectos que lo absurdo y lo extravagante provoca en las personas, siempre me he preguntado cuáles serían sus orígenes, los motivos por los que nunca pasa de moda. O bueno, a veces sí:

Zambullirme en el mundo del absurdo, tanto en lo popular como en lo cotidiano, me ha llevado pensar que está tan presente dentro de nosotros que se acaba convirtiendo en algo inherente a nuestro comportamiento. Esté o no agudizado por una  posible enfermedad mental, lo absurdo forma parte de nosotros, acaba por convertirse en necesario en algunas ocasiones.

Este texto en sí puede ser absurdo y probablemente lo sea. No obstante, puede ser provechoso tratar de cuestionarnos a qué se deben esas situaciones inverosímiles que rompen con la seriedad y el protocolo del día a día. Nos puede dar motivos para ser más absurdos o para todo lo contrario.

En primer lugar, el absurdo tiene una primera y fundamental misión: hacernos reír. Esto es algo mucho más importante de lo que pueda parecer, porque el humano es un ser social y lúdico, lo que hace que juegue de tal manera con su entorno que sea capaz de crear algo tan maravilloso como el humor. Por medio del humor se puede mejorar el estado de ánimo, liberar tensiones y a partir de ahí emprender con otro ánimo cualquier tipo de tarea. Hasta los reyes han necesitado de bufones para llevar pequeños WTF hasta la estirada vida de palacio.

Pero aunque la principal función del absurdo en nuestra vida sea la de crear un contraste tan grande con lo cotidiano que nos provoque la risa, y con ella todos sus beneficios, existen también otras cualidades en las situaciones inverosímiles, éstas mucho más desapercibidas.

El superlativo contraste entre lo absurdo y lo normal puede conllevar en algunos casos, además del humor, una importante dosis de realidad que nos puede hacer recapacitar acerca de multitud de cosas. Ese gran contraste entre dos cosas nos puede hacer cuestionarnos la normalidad de la cosa normal y la impertinencia de lo absurdo.

A veces, las cosas aparentemente surrealistas, absurdas y graciosas pueden tener una segunda lectura en la que no siempre reparamos.

Pueden ser cuadros de Dalí, sketches de los Monty PythonEl ángel exterminador de Buñuel o el más delirante y castizo surrealismo de La Hora Chanante (eso que ahora llaman Muchachada Nui). Cualquier rareza, desde una cabellera azul hasta hablar en élfico tiene un origen. Un motivo. O no.

Tal vez los momentos absurdos escondan mensajes cifrados. Quizás traten de hacerte reír o simplemente intoxicarte con el caos de momentos inexplicables. Los hay incluso que son totalmente casuales e improvisados. Y también los hay cuidadosamente elaborados para hacernos pensar, e incluso para reírse de nosotros en nuestra propia cara. Cada absurdo, cada momento inexplicable, cada What the fuck!? es de un padre y de una madre, y a veces, un hijo de puta.

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Karlos Arguiñano, la alegría de la huerta

Lo mismo te canta un bolero, que una copla, que el rock and roll en la plaza del pueblo. Igual te cuenta un chiste de médicos que uno de políticos. Mientras cocina, igual te habla de filosofía, que de fútbol, que de política. Lo mismo te hace una tortilla que un arroz al horno.

Y lo mismo le da que le da lo mismo, porque Karlos Arguiñano disfruta con todo lo que hace, y para darse cuenta de ello no hay más que mirarle a los ojos y ver el semblante de felicidad que sólo dan los años y la armonía de una vida plena y alegre.

Queridas amigas, queridos amigos y queridas familias, hoy quiero hablaros de un hombre maravilloso que sabe sacar la alegría de una huerta perdida en el País Vasco y servírnosla al resto del mundo en suculentos platos llenos de sabores, aromas y, sobre todo, cariño. Va por tí Karlos, con mucho fundamento y una ramita de perejil.

Karlos Arguiñano lleva saliendo en la tele más tiempo del que yo tengo con uso de razón. Desde que era pequeño ya me llamó la atención su barba cerrada y su grave tono de voz, además de la forma alegre y amena con la que explicaba las recetas y hacía llevadera la sobremesa de todos los hogares. Hogares que al principio fueron los vascos (ETB)  luego los de toda España (TVE1), luego los argentinos (Canal 13) y gracias a Internet luego los hogares de todo el mundo. Actualmente lo podemos seguir disfrutando todos los días en las sobremesas de Telecinco.

Arguiñano es un tipo con un talento especial curtido a base de años entre fogones y cámaras. Siempre me ha llamado la atención la forma que tiene de pelar, trocear y preparar toda clase de alimentos mientras mira a la cámara y habla como si estuviera en tu propia casa, charlando contigo de forma amable y sincera como lo hace cualquier abuelito humilde en cualquier recóndito pueblecito de la geografía española.

Con toda la serenidad del mundo, puede pelar tres zanahorias, picar en juliana dos cebollas y trocearte un rape mientras mira a cámara y te comenta una curiosa anécdota de las trescientas mil que ha vivido. Cuando ha acabado con la anécdota, se ríe de forma campechana y cuando te quieres dar cuenta ya está tapando la olla donde lo ha metido todo mientras te dice «pues esto lo dejamos hervir media horita y tenemos un caldo excepcional, ¿eh? Rico rico y barato barato».

Pero no todo es cocina en la cocina de Arguiñano. Como ya he dicho, es muy dado a hablar, a cantar, a comentar con alegría o seriedad dependiendo del caso que le ocupe en ese momento. Ver el programa de Arguiñano es lo más parecido a estar con tu abuela mientras hace la comida para toda la familia y te cuenta su vida, te da consejos y te mima el estómago, el corazón y el alma.

Cuando cocina, él es como es, ahí no hay actuación ninguna. Intenta, obviamente, no meterse en berenjenales con sus opiniones, ya que sabe que le está viendo todo el mundo, pero da su opinión acerca de todo lo que se le pasa por la cabeza. Y lo hace  con respeto y con humildad, como tendrían que hablar todas las personas.

Quien piense que el programa de Karlos es sólo de cocina se equivoca, ya que ese espacio temporal de la sobremesa es como los pequeños ultramarinos de pueblo, donde te venden las lentejas, las compresas y si te hace falta, tienes en la estantería de la derecha pilas para el mando a distancia. El programa de Karlos es un oasis de paz donde cada uno va a hacer lo que necesita: Unos van a aprender cocina, otros a desestresarse, a reírse, a pasar el rato o incluso a aprender un poco de la vida. Karlos Arguiñano, en pocas palabras, es un showman total, pero a diferencia de la mayoría de showmans, tras bastidores es incluso mejor de lo que enseña por cámara. Y ésta es la gran diferencia entre Arguiñano y el resto de hombres de la televisión.

He visto los programas de Karlos Arguiñano desde que era bien pequeño, pero su esencia he tardado muchos años en captarla. Al principio lo veía como la mayoría de la gente, como un programa de cocina con un viejo chocho que habla demasiado e intenta constantemente hacerse el gracioso. No obstante, con el paso del tiempo y con ciertas circunstancias personales que he pasado, aprendí a disfrutarlo y a valorarlo como mucho más que un  simple programa en el que te enseñan a cocinar. Me explico:

Hace un tiempo, yo trabajaba en una gestoría. Mi trabajo consistía en salir de buena mañana con el coche y visitar Registros de la Propiedad y notarías de multitud de pueblos. Por la tarde iba a la oficina e introducía todo el trabajo de la mañana en las bases de datos de la empresa. Yo tiendo a ser una persona más bien tranquila, alejada de ruidos, alborotos y prisas, y ese era un trabajo horriblemente estresante. En pocas palabras, podríamos decir que para alguien como yo, ese trabajo era un auténtico infierno. Y aguanté. Y aguanté durante mucho más tiempo del que yo mismo me creía capaz. Hubieron muchas cosas que me hicieron aguantar, pero aunque parezca estúpido, el programa de Karlos Arguiñano fue una de esas cosas.

A mediodía, llegaba a casa exhausto. Estresado por las prisas y por jugarme un día más la vida en la carretera, una de las cosas que me daba fuerzas para seguir adelante y terminar aquella jornada era el programa de Karlos. Ese «kit-kat» de paz, armonía y buen humor me relajaba y me recargaba las pilas para continuar la batalla de un trabajo que me estaba consumiendo por dentro. Ha habido días en los que he llegado a casa tardísimo y sin tiempo para comerme nada más que una bronca de mis jefes y una dosis de impotencia, y gracias a ver 10 minutos el programa de Arguiñano he podido seguir en la batalla con la mente más o menos lúcida. He llegado a llorar viendo su programa porque era lo único bueno y tranquilo que me iba a pasar ese día.

Pienso en la cantidad de personas que hay a las que Karlos Arguiñano habrá ayudado a sobrellevar el duro día a día y no puedo sino escribir estas líneas para agradecérselo, porque cocineros hay muchos pero Karlos Arguiñano hay y sólo habrá uno.

Yo doy gracias de poder seguir disfrutándolo en vida, y por muchos años. Y no me queda sino para despedirme algunos de sus highlights, su entrevista con Buenafuente y un gran ¡¡¡Tuis, tuis!!!

Gracias maestro.

Edito: El amigo Muy Relativo me aporta un documento del que no tenía constancia acerca de la buena fe y humanidad de este gran hombre. Podéis leerlo pinchando aquí.

Postdata:

Este es un homenaje a Karlos Arguiñano por su programa , su trayectoria profesional y lo que ha representado para mí.  Quien quiera polemizar sobre política o terrorismo, que use otros foros o acuda a la Justicia, este post no se ha hecho para tal cosa. Os ruego seáis totalmente respetuosos.

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El síndrome de Valencia

Hace unos años tuve la ocasión de viajar desde Valencia, mi ciudad natal, hasta Barcelona para pasar unos días con un amigo.

Durante la estancia allí, como buen anfitrión, el chico se preocupó bastante de tenerme casi todo el tiempo ocupado. Me preparó quedadas con sus amigos, cenas por ahí y excursiones a todo tipo de lugares típicos de la zona. Pero lo mejor de todo sucedió cuando decidió llevarme en el Bus Turístic de Barcelona.

Aquello fue genial, vimos muchos de los mejores lugares de la ciudad y lo que más me llamó la atención fue la frase que me dijo mi amigo, que era de Barcelona desde que decidió nacer.

Nen, yo que soy de aquí, no sabía que Barcelona era tan bonita, de verdad te lo digo, ¿eh?

Aquella frase me impactó mucho por lo embobao que estaba mientras lo decía y porque automáticamente empecé a empatizar con sus emociones. ¿Cuánto podría estar yo perdiéndome de mi ciudad? ¿Qué cosas podrían haber que me llegaran a fascinar?

Pues bien, he recorrido prácticamente toda mi ciudad en multitud de ocasiones y he de decir que Valencia es una ciudad amplia, con un clima único y con un equilibrio entre cultura y modernismo brutal. Además su gente es de un carácter muy abierto. Creo que, aunque pueda ser subjetivo, Valencia es un maravilloso sitio donde vivir. Eso sí, aún no he cogido el Bus Turístico… pero no voy a tardar mucho.

No trato de que todos vengáis este verano a Valencia, no. Lo que quiero transmitir es que yo he conocido mi ciudad y he aprendido a valorar todo lo que tiene. Los valencianos (los de toda la Comunidad Valenciana) somos un pueblo especial, por muchas cosas, y de algunas de ellas va este post.

Resulta que acabo de ver la película El Sindrome de Svensson, una película producida y filmada en diversos pueblos de la provincia de Valencia. Forma parte de una serie de DVD’s llenos de películas que esperaba ver este verano, pero esta la escogí por error. Lo curioso del caso es que ya la intenté ver hace mucho tiempo y no aguanté 10 minutos, tuve que quitarla de lo malísima que me pareció. Me dio la sensación de ser la típica película surrealista en la que intentan ir de graciosos haciendo estupideces constantes dentro de un guión infumable. Tan mala me pareció que la borré de mi memoria para siempre en segundos. Y ya me extrañó que fuera tan mala, porque el reparto que tiene es realmente excelente, pues aparecen muchos actores conocidos de cine y televisión.

Pero he aquí que la vida te da a veces segundas oportunidades, y como esa película estaba totalmente fuera de mi memoria, al ver el DVD mucho tiempo después ni recordaba lo mala que era. No recordaba absolutamente nada. Leí «El síndrome de Svensson» escrito a boli en la carátula y mi cabeza no lo relacionó con aquel film. Aquella película ya no existía para mí, así que tropecé dos veces con la misma piedra, aunque esta vez para bien.

Eso sí, demasiadas pistas le hacen a uno acertar por muy tonto que sea, y en cuanto vi el primer fotograma, exclamé para mis adentros: ¡Mierda!

Otra vez la peli del capullo con una camiseta de la selección sueca que intenta ir a dedo hasta Xàtiva (Valencia) porque allí tiene que encontrar a su mujer ideal. Ese tipo tiene el Síndrome de Svensson, una extraña enfermedad sin síntomas ni tratamiento, a la que le han puesto el nombre de nuestro protagonista, pues su família es la única que la padece. No saben lo que es. En realidad no es nada, no existe. Además el chico (que es buena gente en verdad) se encuentra con multitud de frikazos de talla mundial en un guión totalmente absurdo. Con ese panorama y con el poco interés que puse en verla, ¿cómo iba a gustarme?

Pensé en avanzar hacia delante por si había algo gracioso que me estimulara para soportarla, y vi un par de escenas que me hicieron esbozar una gran sonrisa sin darme cuenta. Al ser consciente de que estaba disfrutando, decidí verla completa, y tengo que decir que estoy muy contento de haberlo hecho.

Al verla sin prejuicios, la he disfrutado como un enano riéndome de situaciones irrisorias y absurdas, mezclando clichés típicos y muy exagerados de los valencianos (paella, macarras, naranjas, fallas, labradores catetos, paquito el chocolatero…) con unas dosis de humor surrealista que me ha hecho reír y hasta incluso llorar, tanto de risa como de emoción.

Viendo la película completa pude disfrutar una secuencia que me tocó las fibras más sensibles: dos pijas catalanas se pierden en el barrio del Cabanyal (barrio marinero de Valencia, donde yo nací y me crié) y muestran un plano a coche de las distintas callejuelas y las viejas casas con más de cien años que le siguen dando ese toque antiguo y cultural a la ciudad cada vez más modernizada. Este es un barrio muy carismático y antiguo de Valencia, y actualmente está en peligro de extinción. Al ser mi barrio natal y conocer toda la polémica que hay entorno a él, me emocionaron mucho estas escenas. Esta situación es poco conocida a nivel nacional, aunque programas como Callejeros también le dedicaron un tiempo en televisión.

El retrato del barrio del Cabanyal con toda la vida que allí hay (esa parte fue más documental que película) me llegó de verdad. Los viejos sentados en las puertas de sus pequeñas y viejas casitas, tomando el fresco y charlando con los vecinos. Las coloristas y preciosas fachadas de muchas de aquellas casas le otorgan un carácter mediterráneo y añejo que solo se comprende desde la aceptación de la memoria histórica de la ciudad. Incluso toda la «fauna» que siempre ha habido en esa zona ( es un barrio muy humilde con lo que eso conlleva) son cosas que quien conoce Valencia sabe que van con el carácter de la ciudad. Han estado siempre allí y forman parte de la idiosincrasia valenciana. Fue muy especial ver todo eso en una película. Era como visualizar lo que yo he vivido desde pequeño pero en 8 mm. O bueno, mejor dicho a 512 kbps. De verdad que esa película tiene algo muy especial.

No sé si alguien de fuera de Valencia la disfrutará o sabrá captar parte de ese mensaje en clave valenciana que nos deja, pero sí que puedo decir que si eres de Valencia o conoces la tierra y quieres ver una peli para reirte sin prejuicios ni complejos, (y hasta para pensar un poquito si te lo propones) esta es una grandísima ocasión.

Puede que a primera vista te parezca una apestosa creación, pero si lo intentas a lo mejor te hace aprender a valorar un poco más la cultura y la filosofía de vida que aquí tenemos. En definitiva, la cultura que cada uno tiene en su tierra. Aquí os dejo un par de trailers del film.

Vivas donde vivas, ese sitio tiene una historia que vale la pena conocer, no te niegues el placer de saborear la cultura de donde están tus raíces.

Es muy bueno estar rulando un poquito por tu ciudad. Conocerla mola, y además, te ayuda a conocerte a tí mismo. Yo ya tengo el síndrome de Valencia. Espero que tú contraigas también el síndrome de tu pueblo.

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Un partidito de Filosofía

La Filosofía, conocida etimológicamente como amor a la sabiduría, es un concepto muy relativo. Partiendo de ese punto,  todos podemos ser filósofos, ya que todo aquel que ame la sabiduría y que busque el conocimiento activamente puede considerarse a sí mismo un filósofo, o aprendiz de sabio.

Todo filósofo, aprendiz de sabio o persona a la que guste la filosofía (poned la etiqueta que más os guste) soñaría con ver a todos sus grandes ídolos juntos. Exactamente igual que un amante de la lectura, de la pintura o de cualquier otra actividad. La experiencia al ver a los grandes genios de una disciplina unidos podría llegar a ser orgásmica. Lo que pasa es que, como personas que son, a lo mejor al verlos a todos juntos nos podríamos llevar una gran sorpresa.

Quedamos a las 6 en casa de Platón

En el desvarío absoluto en el que va camino de convertirse esta entrada de blog, se me ocurre imaginar qué pasaría si los grandes estandartes de la Filosofía quedaran un día para echar la tarde. Lo que podríamos encontrarnos allí sería «no apto para cuerdos».

Imaginémonos (puestos ya a imaginar) que quedan en la casa de uno de ellos, de Platón, por ejemplo. El primero en llegar es su discípulo Aristóteles. Ambos comienzan una interesantísima discusión acerca de las ideas, defendiendo tenazmente sus puntos de vista hacia la materia y la razón. Platón insiste con vehemencia en que lo único real son las ideas, mientras que Aristóteles es más de pensar que esas ideas o conceptos sólo tienen valor en la medida en que se hayan relacionados con objetos materiales (ya se sabe, la típica charla sobre filosofía…). Poco después llega Sócrates, al cual ambos filósofos recurren para que les ilumine con su ecuánime punto de vista, pero Sócrates se hace el loco y pasa de los dos.

Más tarde llegarían el resto de citados. Kant y Schopenhauer han venido juntos manteniendo una romántica charla acerca del criticismo. Ante el jaleo que tienen montado en el salón Platón y Aristóteles, Sócrates se decide a ser él quien les abra la puerta. Justo en el momento de abrirla, escucha calumnias muy graves de Schopenhauer hacia Hegel (maldito hijo de perra, en concreto). Arthur intenta disimular, pero Sócrates lo ha oído todo. De todas formas, no tiene por qué preocuparse, a Sócrates todo esto se la suda.

Los filósofos van arribando y cada vez la pequeña choza de Platón está más llena. Con tanta discusión en voz alta ya es difícil distinguir bien una conversación de otra. Ya han llegado Epicuro, Leibniz, Heráclito y Jaspers, están todos. Bueno, todos no, faltaba Nietzsche, que es el último en llegar, con una mala cara visible y blasfemando del puto tráfico que había. No se disculpa por llegar tarde.

Así pues que nos encontramos con una casa llena de filósofos, casi sin cervezas en la nevera y con el ambiente ya bastante cargado. La verdad es que se sienten algo cansados de tanto discutir sin llegar a ninguna conclusión que satisfaga a todos.

Además hace un día maravilloso y en la casa no huele demasiado bien con tanto sobaco antiguo sudando. De pronto, uno de ellos lanza una propuesta para una tarde primaveral como la que hoy luce. «¿Y si nos echamos un partidito?». Todos los allí presentes callan en un silencio que se hace sepulcral. De repente, la maravillosa reunión de filósofos se va a la mierda. ¡El último que toque el larguero se pone!