Filosofía, Historia, Reflexión

Las bases filosóficas del pesimismo y el optimismo

En su libro Nietzsche y la filosofía, Gilles Delleuze dijo que «la filosofía sirve para entristecer». Una impactante frase llena de significado que ha sido sacada de contexto en multitud de ocasiones e incluso llevada a la altura de tópico.

Esta famosa frase no quiere decir, en el sentido estricto, que la función de la filosofía sea causar tristeza en las personas. Más bien se trata de asumir que el hecho de filosofar supone enfrentarnos a nuestra propia ignorancia, preguntarnos acerca de cosas de las que tal vez nunca tengamos una respuesta inexpugnable.  Buscar el conocimiento aún a sabiendas de que seguramente no podamos estar nunca al ciento por ciento seguros de nuestro propio saber. La contrariedad, la constante duda que nos puede hacer avanzar o tener la sensación de que avanzamos aunque estemos siempre en el mismo punto. Todo eso sí puede causar tristeza. Y es por eso que la filosofía entristece, por la impotencia que puede generar si no se hace un uso adecuado de ella.

Realizar una profunda reflexión existencial puede ser una gran fuente de pesadumbre. Por alguna razón (o sinrazón), al ser humano le causa desidia y apatía tener consciencia de su propia vida. Saber que estamos vivos de forma casual, diminuta y limitada frustra nuestro ansia subconsciente de onminopotencia e inmortalidad.

Aunque sepamos que tenemos algo tan valioso como la vida, tomar consciencia de que se acabará parece que nos amarga durante nuestra propia existencia. Es como si nos preguntáramos por qué estamos vivos y la respuesta última, después de mucho reflexionar, sea que no tiene ningún sentido. Eso causa tristeza. Eso nos mata en vida.

También causa tristeza el hecho de conocer en profundidad ciertas cosas. Cuanto más te informas y más conoces sobre algo, más te das cuenta de todo lo que hay detrás, de todos los engranajes que se mueven, y a veces puede ser difícil de asumir. Si te conviertes en un experto acerca de cualquier tema de ámbito social, descubrirás que en la práctica totalidad de ocasiones, las cosas son como son porque interesa que así sean. Y no precisamente porque interese a la mayoría de la gente, sino porque interesa a quien está al frente de ese ámbito y saca provecho de él, de forma más o menos legal, y más o menos lícita. Es decir, de forma más o menos corrupta.

Todas estas cosas asquean a quien, de forma ingenua y bienintencionada, tiene una visión optimista de las cosas, que solemos ser prácticamente todos en nuestra infancia. Estas cosas generan tristeza, desengaño, y revierten una dinámica de pensamiento positivo a otra de pensamiento negativo. Es decir, podemos pasar de pensar de forma optimista a hacerlo de forma pesimista.

El pesimismo, entendido como pensamiento negativo o desesperanzado, es mucho más antiguo de lo que puede parecer. Sugiere que vivimos en el peor de los mundos posibles, y es una corriente que han apoyado algunas de las mentes más privilegiadas de la historia. Famosos pensadores como Schopenhauer, Kierkegaard o Sartre eran reconocidos pesimistas y contribuyeron a lo largo de los siglos XIX y XX al fundamento de esta doctrina filosófica.

Hay quien dice que la única forma de ser realmente feliz es vivir en la total ignorancia, y no es algo nuevo. Cuando alguien dice esto, seguramente  sin saberlo, está repitiendo uno de los argumentos básicos del pesimismo. En la antigua Grecia era muy conocida una leyenda que se considera uno de los referentes acerca del pensamiento pesimista:

«Una vida vivida en el desconocimiento de los propios males es la menos penosa. Es imposible para los hombres que les suceda la mejor de las cosas, ni que puedan compartir la naturaleza de lo que es mejor. Por esto es lo mejor, para todos los hombres y mujeres, no nacer; y lo segundo después de esto es, una vez nacidos, morir tan rápido como se pueda.»

Aristóteles, en la Leyenda del Sileno

Tal vez vivir en la ignorancia sea la forma más fácil, el modo más rápido y el camino más recto para ser feliz, aunque ni mucho menos tiene por qué ser el mejor. Filosofar de forma profunda para alejarse un poco de la ignorancia no tiene por qué ser un sinónimo de tristeza ni de pesimismo. La filosofía también nos puede ayudar a tener una visión más positiva de la vida y, gracias a ello, ser más optimistas, e incluso más felices. Puestos a engañarnos a nosotros mismos, también podemos hacerlo de una forma mucho más agradable y esperanzadora gracias al pensamiento optimista.

El optimismo es, como todos sabemos, la antítesis del pesimismo. Sugiere que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y fundamenta el pensamiento positivo y esperanzado frente a los nubarrones de apatía y tristeza que promueve el pensamiento pesimista.

Aunque hoy en día el optimismo está mucho más promovido y mejor visto que el pesimismo, es mucho más difícil encontrar en la historia pensadores que apoyen una visión positiva del mundo y del ser humano, en lugar de una visión negativa. De hecho, los pocos que se han posicionado abiertamente optimistas han sido tildados de ingenuos, infantiles o crédulos.

El mayor exponente e impulsor del pensamiento positivo fue Gottfried Leibniz. Este filósofo alemán  se atrevió a publicar una obra fundamentalmente vitalista y optimista, titulada La Teodicea. En dicha obra, Leibniz  predica que vivimos no en un mundo perfecto, sino en el mejor de los mundos posibles. Esta afirmación no tiene que ver con la moralidad (bajo los axiomas de lo «bueno» y lo «malo») sino con la matemática. Defiende la idea de Dios como si fuera un matemático que ha sido capaz de «ordenar» el mejor mundo posible de entre todas las variables existentes, las cuales causarían mundos más heterogéneos y descompensados que el mundo en el que vivimos.

Esta idea teórica de Dios puede estar en consonancia con las ideas evolucionistas de Darwin, puesto que la Evolución también justifica las imperfecciones de nuestro mundo mediante el cambio, el equilibrio y el perfeccionamiento de las distintas variables. En la actualidad, por poner un ejemplo, también hay referencias culturales a esta idea del Dios que ordena matemáticamente, como en el personaje del Arquitecto en la trilogía Matrix.

Pese a ser su mayor legado y fruto de gran reconocimiento, Leibniz obtuvo muchas críticas por La Teodicea, las más duras de uno de sus contemporáneos, el francés Voltaire. Las ideas de Leibniz en La Teodicea fueron parodiadas por Voltaire en su novela Candide (Cándido), llegando a caricaturizar al mismo Leibniz en un personaje que repetía una y otra vez la frase «Vivimos en el mejor mundo posible» a modo de mantra (lo que, por cierto, resulta bastante gracioso de imaginar). Si Leibniz fue el «inventor» del optimismo, Voltaire fue uno de los primeros que atacó con contundencia esta corriente por considerarla absurda y propia de ingenuos.

Como puede observarse, burlarse y ridiculizar a quien tiene una visión positiva del mundo no es una práctica que se haya inventado ahora, aunque esté bastante extendida.

Hay quien no se considera optimista ni pesimista, sino «realista». Esta definición no es más que un término medio entre ambas, pero como todo término medio, nunca está exactamente a mitad de camino de dos opciones, sino que parece estarlo. Siempre estará más cerca de una que de otra, por lo que podríamos decir que una persona que se considere a sí misma «realista» es en realidad un optimista o un pesimista, pero muy moderado en sus opiniones, sin ningún radicalismo.

El optimismo de Leibniz fue muy criticado, tanto por Voltaire como por los pensadores pesimistas posteriores, que han sido en número aplastantemente superiores a los optimistas. Podría decirse que la mayoría de las grandes mentes que se han posicionado en este debate, lo han hecho del lado del pesimismo, de la visión negativa o no demasiado positiva del mundo.

Sin embargo, en lo que a la psicología del ser humano se refiere, es más necesario el optimismo que el pesimismo. Una visión negativa de los acontecimientos coacciona y retrae a las personas. Nos echa para atrás a la hora de emprender una acción. Una visión positiva hace todo lo contrario, nos hace sentir más valientes y confiados en que el resultado final será provechoso, aunque también el batacazo puede ser enorme.

Desde ese punto de vista, y teniendo en cuenta la temporalidad y fragilidad de nuestra existencia como individuos, el optimismo es el que nos atrae, nos impulsa a actuar. Es el que nos lleva a aprender, a descubrir, a intentar y a fracasar. En definitiva, podría decirse que es la visión positiva la que nos impulsa a hacer cosas gracias a la confianza, y la visión negativa es la que nos frena a hacerlas por culpa del miedo.

Si decides ser optimista y al final tu optimismo resulta injustificado, al menos habrás vivido con buen humor y cierta felicidad inducida por la esperanza. Si decides ser pesimista y al final tu pesimismo resulta injustificado, es posible que tu vida haya sido una gran pérdida de tiempo.

A fin de cuentas, siempre se trata de lo mismo: hacer la elección adecuada.

Filosofía, Reflexión

Tener la razón

Tener la seguridad de algo nos otorga placer. Es una sensación reconfortante que te hincha el pecho cual gallo de corral para defender tu posición, porque tu posición es la correcta. Puede que seas más o menos reservado, y tu reacción ante un ataque hacia tus argumentos (que no olvidemos, estás seguro de que son los correctos) no sea muy escandalosa, pero sentirás por dentro esa indignación de cuando te niegan en tu cara algo que es verdad. ¿Por qué? Pues porque tú crees tener la razón.

La palabra «razón» proviene, como muchas otras, del término griego logos, que significa palabra meditada, pensada o razonada. Por lo tanto, en términos comunicativos, decir algo teniendo razón supone, por defecto, una ventaja para ser cierto ante otra postura que carece de ella. Vamos, que lo que tiene razón se acaba dando por cierto, y por eso cuando uno tiene la razón (o cree tenerla) puede defender sus argumentos hasta Dios sabe qué límites.

Otro tema es cuando dos posturas tienen razón, o cuando ambas carecen de ella pero creen tenerla. En esos casos el empecinamiento de las partes puede recrudecerse hasta una confrontación que traspase la cuestión de fondo que se está debatiendo, sobre todo cuando hay más intereses que el puramente comunicativo. Es entonces cuando, con «su» verdad por bandera, el ser humano es capaz de jugarse el resto en una partida en la que, como en la vida, la banca siempre gana.

Es la razón, esa maravillosa cualidad que tiene el ser humano para pensar, la que nos guía en nuestros actos, en nuestras conversaciones y en todo cuanto nos rodea. Todo está articulado en base a la razón.

Para otorgar coherencia a todo hecho o suceso, la razón se basa en unos principios que den sentido lógico a las proposiciones. Estos principios inicialmente formulados por pensadores griegos como Aristóteles o Platón han venido formando parte de la estructura básica  de la lógica, en torno a la que se se puede tener razón cuando se habla o por el contrario estar completamente equivocado. Pueden parecer complicados de entender o directamente una chorrada, pero por medio de estos mecanismos se pueden desmontar los argumentos más vehementes.

-El principio de identidad. Hace posible que identifiquemos algo y le otorguemos una única identidad. x es x.

-El principio de no contradicción. Determina que una cosa no puede ser algo y a la vez no serlo. x no puede no ser x.

-El principio de tercero excluido. Descarta la posibilidad de que haya una situación intermedia entre el ser y el no ser de una cosa. x es x o no lo es. No hay tercera opción.

-Aunque menos extendido, hay también un cuarto principio, el principio de razón suficiente. Este mecanismo decía que para todo hecho, había una razón suficiente que motivaba que eso fuera así y no de otro modo. Si x es x, hay un motivo para que sea x y no z.

Pero claro, observando estos principios se puede decir que son demasiado generales y que no abarcan la totalidad de los casos. Por lo tanto, pueden llevar a error. Si sustituimos en los ejemplos anteriores la letra x por una palabra como podría ser «agua», obtenemos contradicciones del tipo el agua es agua o no lo es, cosa incierta pues el agua puede ser agua pero puede cambiar de estado y pasar a ser hielo o vapor. De hecho, puede separarse en moléculas de oxígeno e hidrógeno, dejando de ser una cosa y pasando a ser dos.

Este fue el punto de arranque para que hubiera dos razonamientos distintos y predominantes, de cuyo enfrentamiento podían y pueden salir más cosas buenas que malas. Al contrario que dos personas discutiendo por quién la tiene más grande, estas dos formas de pensar opuestas pueden aunar sus razones para obtener una «verdad» más sólida de la realidad. Estos dos modos de pensar son el razonamiento inductivo y el razonamiento deductivo.

El razonamiento deductivo es mucho más primitivo, y se remonta a los antiguos griegos ya citados. Este razonamiento sostiene que, por medio de la lógica,  es posible conocer las verdades universales sin la necesidad de observar casos particulares. De ahí que con esos cuatro principios creyeran tener la razón absoluta sin tener en cuenta observaciones que pudieran desmentirlo.

No obstante, con el paso del tiempo el razonamiento deductivo no tardó en ser criticado en su punto débil: no se servía de la observación y por lo tanto, obviaba numerosos casos particulares que invalidaban una aplicación rígida  e incuestionable de los citados principios de la razón. Críticos como Hegel o Kant optaban por un razonamiento inductivo que pudiera establecer generalizaciones mediante la observación y el estudio de muestras representativas. Por lo tanto, el razonamiento inductivo se basaba en la observación y estadística para elaborar leyes mientras que el razonamiento deductivo primario aplicaba principios basados en la lógica.

El pensamiento inductivo supuso un gran aporte al método científico, y usando su modelo de observación y estadística se han podido establecer numerosas leyes físicas que han proporcionado al ser humano el desarrollo evolutivo y tecnológico que hoy en día posee, y todo el que vendrá en el futuro. En armonía con ciertas premisas deductivas sacadas de la lógica primaria de los antiguos locos griegos, el razonamiento inductivo quizás pueda suponer el máximo conocimiento que un ser humano sea capaz de asimilar.

Poseer argumentos cargados de razonamientos deductivos e inductivos puede hacer que nos hinchemos cual globo sabedores de que tenemos la razón absoluta. Si hay un momento de nuestra vida en el que nos podamos sentir absolutamente seguros de algo, ese momento será cuando tanto la observación como la lógica nos otorgue una respuesta, un conocimiento que nos haga enfrentarnos con convicción a cualquiera que nos contradiga. En ese momento todo nos dirá que tenemos razón.

Sin embargo, nadie es perfecto y hasta la guardia más atenta flaquea por algún lugar. El agua siempre se acaba abriendo paso por el resquicio más diminuto que te puedas imaginar, empapándolo todo a su paso. Podemos estar equivocados incluso estando en posesión de la mayor de las razones. Hasta unos argumentos basados en el más minucioso estudio, y unas conclusiones cargadas de lógica a reventar, podrían tambalearse con la inocente pregunta de un niño.

La filosofía, siempre tocando los cojones…

Cultura, Deporte, Filosofía, Humor, Ralladuras, Reflexión, Sociedad

Un partidito de Filosofía

La Filosofía, conocida etimológicamente como amor a la sabiduría, es un concepto muy relativo. Partiendo de ese punto,  todos podemos ser filósofos, ya que todo aquel que ame la sabiduría y que busque el conocimiento activamente puede considerarse a sí mismo un filósofo, o aprendiz de sabio.

Todo filósofo, aprendiz de sabio o persona a la que guste la filosofía (poned la etiqueta que más os guste) soñaría con ver a todos sus grandes ídolos juntos. Exactamente igual que un amante de la lectura, de la pintura o de cualquier otra actividad. La experiencia al ver a los grandes genios de una disciplina unidos podría llegar a ser orgásmica. Lo que pasa es que, como personas que son, a lo mejor al verlos a todos juntos nos podríamos llevar una gran sorpresa.

Quedamos a las 6 en casa de Platón

En el desvarío absoluto en el que va camino de convertirse esta entrada de blog, se me ocurre imaginar qué pasaría si los grandes estandartes de la Filosofía quedaran un día para echar la tarde. Lo que podríamos encontrarnos allí sería «no apto para cuerdos».

Imaginémonos (puestos ya a imaginar) que quedan en la casa de uno de ellos, de Platón, por ejemplo. El primero en llegar es su discípulo Aristóteles. Ambos comienzan una interesantísima discusión acerca de las ideas, defendiendo tenazmente sus puntos de vista hacia la materia y la razón. Platón insiste con vehemencia en que lo único real son las ideas, mientras que Aristóteles es más de pensar que esas ideas o conceptos sólo tienen valor en la medida en que se hayan relacionados con objetos materiales (ya se sabe, la típica charla sobre filosofía…). Poco después llega Sócrates, al cual ambos filósofos recurren para que les ilumine con su ecuánime punto de vista, pero Sócrates se hace el loco y pasa de los dos.

Más tarde llegarían el resto de citados. Kant y Schopenhauer han venido juntos manteniendo una romántica charla acerca del criticismo. Ante el jaleo que tienen montado en el salón Platón y Aristóteles, Sócrates se decide a ser él quien les abra la puerta. Justo en el momento de abrirla, escucha calumnias muy graves de Schopenhauer hacia Hegel (maldito hijo de perra, en concreto). Arthur intenta disimular, pero Sócrates lo ha oído todo. De todas formas, no tiene por qué preocuparse, a Sócrates todo esto se la suda.

Los filósofos van arribando y cada vez la pequeña choza de Platón está más llena. Con tanta discusión en voz alta ya es difícil distinguir bien una conversación de otra. Ya han llegado Epicuro, Leibniz, Heráclito y Jaspers, están todos. Bueno, todos no, faltaba Nietzsche, que es el último en llegar, con una mala cara visible y blasfemando del puto tráfico que había. No se disculpa por llegar tarde.

Así pues que nos encontramos con una casa llena de filósofos, casi sin cervezas en la nevera y con el ambiente ya bastante cargado. La verdad es que se sienten algo cansados de tanto discutir sin llegar a ninguna conclusión que satisfaga a todos.

Además hace un día maravilloso y en la casa no huele demasiado bien con tanto sobaco antiguo sudando. De pronto, uno de ellos lanza una propuesta para una tarde primaveral como la que hoy luce. «¿Y si nos echamos un partidito?». Todos los allí presentes callan en un silencio que se hace sepulcral. De repente, la maravillosa reunión de filósofos se va a la mierda. ¡El último que toque el larguero se pone!