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El potencial de tu mente

Las capacidades de la mente humana es un tema que cuando lo tratas por primera vez, resulta muy difícil que no te fascine. Descubrir el gran potencial que tiene nuestra mente para ayudarnos a desarrollar capacidades es, simplemente, increíble. Es como ver al conejo de Alicia abrir una puerta misteriosa que descubre el camino a innumerables rutas escondidas e inéditas para nosotros. Unas rutas que, sin embargo, parece que ya estaban allí mucho antes de que las descubriéramos.

El potencial de la mente humana ha sido y sigue siendo uno de los grandes retos para la ciencia. Los infinitos recovecos que puede alcanzar la mente de una persona son difícilmente clasificables para el método científico. Esto hace que estudiar clínicamente todas las capacidades que una persona puede llegar a desarrollar gracias a su mente resulte, aún hoy en día, casi una quimera para algo tan avanzado como la psicología moderna.

Muchas veces he escuchado el discurso de que las personas utilizamos un porcentaje mínimo de todas nuestras capacidades. De todo nuestro potencial mental. Se dice que utilizamos un uno, un cinco, tal vez como mucho un diez por ciento de nuestra capacidad mental.

Cuando escucho esto, una vieja idea ahonda en mí. La primera pregunta que me hice desde el momento en que descubrí este fascinante tema fue: ¿Cuál es la “capacidad total” de la mente de una persona?

Llegar a hacerse una idea de todo lo que un ser humano puede llegar a experimentar a través del potencial de su mente es prácticamente imposible. Si viéramos nuestro cerebro como un disco duro dentro del cual está nuestra mente, resultaría absurdo tratar de ponerle un número de Gigas a la capacidad total de ese disco. No conocemos el cuantio de la mente humana. A medida que más se estudian las capacidades cerebrales y mentales de las personas, más caminos se abren y nuevos horizontes se avistan.

Decir, por tanto, que utilizamos un porcentaje de nuestra mente resulta un tanto ilógico, ya que no se conoce, ni siquiera en aproximación, cual es la totalidad a la que nos ceñimos para sacar ese porcentaje.

Lo que puede tener más sentido es que utilizamos muy pocos de nuestros recursos mentales. Esto es algo notable cuando observamos que mediante el aprendizaje se pueden llegar a conseguir grandes logros a nivel de conocimiento y desarrollo mental. Cuando aprendemos algo nos damos cuenta de que podíamos aprenderlo, y nos preguntamos cuántas cosas más podríamos aprender. Cuántas capacidades más podríamos desarrollar.

Aunque resulta lógico pensar que utilizamos una mínima cantidad de todo lo que la mente nos puede brindar, también existe la posibilidad de que, además de poco, estemos utilizando mal nuestras capacidades. De que las estemos utilizando de forma negativa. Para destruir en lugar de para construir.

Si el potencial de la mente es tan fascinante y misterioso, es en cierta medida porque existe una enorme parte oculta dentro de la propia mente a la que llamamos subconsciente.

En el subconsciente existen multitud de recuerdos, de sensaciones y de reglas que permanecen ocultas o parcialmente ocultas bajo el umbral de la consciencia, y que pueden aflorar de acuerdo a sus propias normas, no a las que nosotros les impongamos. Es decir, el subconsciente es como una parte de nosotros que va por libre.

Y debajo de esa parte de nosotros que va por libre, hay multitud de información. Todo un mundo aparte. Como cuando mueves una gran piedra en medio del campo y debajo de ella hay todo tipo de bichos viviendo en su propio microclima, alimentándose y reproduciéndose en un lugar en el que pensábamos que no había nada.

Cuando hablo de que puede que utilicemos mal nuestras capacidades mentales, hablo de dejar que domine el subconsciente por encima de la consciencia. De utilizar gran parte de nuestra energía en fobias, en temores, en malos recuerdos. De utilizar nuestras capacidades de forma negativa para nuestros intereses. De dejar que el subconsciente haga y deshaga a su antojo, haciendo de nuestra vida algo que no nos termina de gustar. Controlando por completo el ámbito psicosomático. Hablo de una mala comunicación entre nuestra parte consciente y todo ese mundo aparte que supone el subconsciente.

En ocasiones, utilizamos una enorme parte de nuestros recursos mentales y de nuestro tiempo en divagar, en temer, en generar hipótesis, en pensar sobre lo que otros piensan y en hacernos pajas mentales. Después, podemos llegar a la conclusión de que hemos usado muy pocas de nuestras capacidades y de nuestros recursos. Pero puede sorprendernos la idea de que lo que hemos hecho no ha sido tanto utilizar poco nuestra mente, sino utilizarla de forma torpe y negativa.

Si te paras a pensarlo, la diferencia entre las acciones que te benefician y las que te perjudican puede no consistir en la cantidad de recursos empleada en realizar esos actos y sí en la dirección y el sentido que has dado a esos recursos.

Como dijo alguien una vez: «La potencia sin control no sirve de nada.»

Si hay cosas en tu vida que no te gustan y que quisieras cambiar, el hecho de que no las hayas cambiado puede no deberse a que no le has dedicado tiempo o esfuerzo, sino a que el tiempo y el esfuerzo que has invertido no te ha servido para nada. Ha sido una energía empleada de forma destructiva.

A lo largo de tu existencia has utilizado, sin saberlo y seguramente sin quererlo, mucha parte de tu potencial mental, mucha parte de tu energía, mucha parte de tus recursos… en ponerte trabas a ti mismo.

En el momento en que logres identificar esa energía mal empleada, podrás actuar sobre ella y modificar su sentido para que deje de perjudicarte y te empiece a beneficiar.

En el momento en que logres hacer que el potencial de tu mente juegue a tu favor y no en tu contra, podrás sacar de forma consciente esos pensamientos negativos que hasta entonces existían en tu subconsciente. Podrás empezar a usar el poder de tu mente de forma constructiva.

A partir de entonces, la expresión disfrutar de la vida puede que adquiera un nuevo y bello significado.

Sólo hace falta que creas en tu propio potencial. En el potencial de tu mente.

Anécdotas, Humor, Ralladuras

Producto de tu imaginación

Son ampliamentes conocidas las habilidades de nuestro propio cerebro para engañarnos. Constantemente, nuestra masa gris piensa por nosotros a tal velocidad que nos es imposible seguirla. Recibe, procesa y transmite una cantidad de información en cada décima de segundo de la que nos sería imposible hablar, porque no habría tiempo suficiente. Nosotros somos muchísimo más lentos que nuestro propio cerebro y por eso nos guía en la gran mayoría de ocasiones,  a menudo sin ni siquiera darnos cuenta.

Pues bien, hoy ha sido una de esas veces. Mi cerebro, como si fuera un sistema operativo Windows, se ha colgado. No ha dado crédito a su propio engaño y se ha quedado bloqueado en espera de encontrar respuestas a quién sabe qué preguntas.

El caso es que hoy ha hecho un gran día. La primavera ha empezado a asomarse en Valencia y el tiempo invita a salir a que te dé un poquito el aire. El sol empieza a calentar el todavía fresco ambiente de marzo, haciendo mucho más placentero dar una vuelta. Es curioso como, tradicionalmente y salvo algunas excepciones, la tortilla del clima suele darse la vuelta cuando se acercan las Fallas. La pólvora y el sol inician de nuevo el precioso ciclo primaveral en el levante español.

En casa habíamos terminado de comer y mi tío Felipe, el gran showman de mi familia del que ya hablo en el post del guiri Antonio, estaba a punto de darme otra de esas experiencias que te hacen darte cuenta de cómo puedes ser engañado, por los demás y por ti mismo.

Tras comer, y bien aderezado con la botella de vino y las dos (o cinco) cervezas que se había metido entre pecho y espalda, mi tío salió a dar una vuelta por el chalet, y yo salí con él para conversar un rato. Cuando bebe le da por hablar, y quien sabe por qué más. Va según el día. A veces se pone especialmente pesado, otras especialmente gracioso, otras especialmente místico y otras se duerme con un cigarro en la boca.

Hoy, le ha dado por ser «ingenioso». Cuando yo era pequeño, siempre nos hacía a todos los sobrinos algún cutre juego de magia, o algún chiste de esos que conforme lo cuentas vas escribiendo cosas en un papel y al final siempre sale algo relacionado con el sexo. Es el personaje de la familia, y todos le queremos tal como es.

Cuando volvíamos del paseo, después de un rato de charla y viéndose a sí mismo bastante perjudicado por los efectos del alcohol, me planteó un desafío.

– ¿Tú ves lo borracho que voy? Pues así de borracho te digo que sacamos el rifle de perdigones y agujereo un cigarro por el medio, y tirando de espaldas. Tú me pones un cigarro encima de una botella a veinte metros de distancia, y le hago un agujero por la mitad, sin romperlo. ¡Eh… y me juego un almuerzo!

El alcohol le envalentonó. Excesivamente confiado en sus dotes como tirador (él dice que una vez ganó un campeonato de tiro) me planteó un desafío que yo, como es normal, no quise perderme. El almuerzo era lo de menos, yo quería reírme. Balbuceaba al hablar, andaba con dificultad y a veces se te quedaba mirando un par de segundos con cara de besugo mientras intentaba entender lo que le decías. La verdad es que llevaba una buena castaña encima. No podía perderme por nada del mundo esa escena.

Aún así, él suele hacer este tipo de apuestas, y a menudo no son más que engañifas, de las que luego sale vencedor gracias a una pequeña trampa, fruto de algún pequeño detalle del que tu cerebro no se ha percatado. El enunciado de la frase trae consigo algún elemento que le va a permitir conseguir hacer lo que ha prometido y, por consiguiente, ganarte la apuesta. Pero esta vez no, amigo, ya son mucho años de experiencia.

Pensé concienzudamente en lo que  apostó y le hice todo tipo de preguntas a modo de confirmación para saber que la jugada iba a ser totalmente legal. En mi interior, no obstante, yo sabía que me la iba a volver a jugar, aunque no de esta manera.

Realizar lo que había dicho en el estado de embriaguez en el que se encontraba era casi imposible. Me cercioré bien de todos los elementos de la apuesta y, sorprendentemente, parecía estar todo en su lugar. Iba a agujerear un cigarro que se hayara en vertical encima de una botella, a veinte metros de distancia y disparando de espaldas a él. El perdigón era casi tan ancho como el cigarro, con lo que, aunque le diera, era casi imposible que no lo partiera en dos. Aún así, él me juraba y me perjuraba que era capaz de hacerlo. Demasiado borracho, pensé, pero me moría por vivir aquello. Las risas estaban aseguradas, y viendo su estado, el almuerzo también.

Confiado de pasar un buen rato, saco el rifle de perdigones y montamos la escena de la apuesta. Él desenrosca el espejo retrovisor de su moto para poder ver el cigarro mientras tira de espaldas a él, con el rifle cargado a su hombro y apuntando hacia atrás. Le costaba mantenerse en pie sin moverse… como para agujerear un cigarro por la mitad. Ni de coña.

Me da un cigarrillo y me dice que se lo ponga a unos veinte metros de distancia encima de alguna botella. Como no habían botellas, cojo una de las latas que se beben entre él y el vecino. Inserto el cigarro, no sin cerciorarme de que no está trucado,  en el agujerito de la anilla de una de las latas. Acto seguido me siento a disfrutar de la función.

Tras varios cómicos momentos de titubeo y luchando por tenerse en pie, mi tío Felipe encara el espejo, fija la mirada y se dispone a tirar. Su concentración es máxima. Su concentración de alcohol en sangre, también. Mi tío me la había jugado tantas veces que me imaginaba si no iba a ser capaz de dejarme con dos palmos de narices sacándose un enésimo as de la manga o, en este caso, de la lata de cerveza que no quiso soltar mientras apuntaba al cigarrillo.

Pero no. Disparó y, como indican las leyes de la lógica, falló. Abrió sus ojos sorprendido, como si no se lo creyera. Estaba absolutamente convencido de que podría hacerlo, y no lo hizo. En esos momentos solté una aliviadora carcajada.

– ¡Tchhh…! Que casi le doy, ¿eh? – pudo llegar a balbucear de forma ininteligible- Que si le tiro otra vez le doy.

En ese momento, el que se envalentonó fui yo.

– Te doy tres tiros más si quieres. Es más, no hace falta ni que tires de espaldas – le dije.

Y tiró los tres tiros a una distancia de veinte metros. Y ni rozó el cigarrillo. Eso sí, la lata la tiró dos veces al suelo. Aún así, no se dio por vencido. Le di cinco oportunidades más de hacerlo, pues me lo estaba pasando teta. Con cada fallo, él parecía más herido en su orgullo, lo que un borracho jamás llega a tolerar. Resultaba muy gracioso ver como resoplaba mientras intentaba no moverse y apuntar en condiciones. Falló todos los tiros, y yo me reía disfrutando como un enano, coreándole con Olés sus desgraciados intentos. Harto de verme reír, se giró hacia mí y me dijo:

–  He ganado.

– ¿Cómo que has ganado? ¡Si ni siquiera te has acercado a darle! -le dije riéndome-. Con el pedal que llevas, es imposible que lo hagas. Y si lo haces, partirás el cigarro. De ganar nada, chaval, esta vez he ganado yo.

– ¿Estás seguro? Recuerda bien el trato. ¿Dónde está el cigarro?

– Encima de la lata.

– ¡¡Ahá!! No es una botella. Jajajajaja… ¡Chaval, que te queda mucho por aprender! ¡Te he engañado!

– ¿Pero qué engañado ni qué cojones? – le repliqué cargado de razón-. La apuesta consistía en que tú agujerearías el cigarrillo. Que esté en una lata o en una botella es irrelevante. Es más, ahora mismo lo pongo encima de una botella y si tienes narices lo agujeréas.

En ese momento, me miró fijamente a los ojos, cogió el rifle y, tan serio como borracho, me dijo expulsando con dificultad las palabras:

– No, no hace falta, chaval. Mira… y aprende del maestro.

Casi sin terminar la frase, y de una forma tan rápida como precisa, tomó el rifle, lo cargó, apuntó y, tras soltar un etílico eructo, dejó en el cigarro un impecable impacto que lo atravesó sin llegar a partirlo. Un perfecto círculo a veinte metros de distancia que me dejó con los ojos como platos y una cara de tonto de la que todavía me estoy riendo al escribir este texto. Un círculo milimétrico en el que a ambos lados podía observarse el finísimo papel del cigarrillo. Ni una sola hebra de tabaco. Un disparo tan increíblemente preciso que me obligó a realizar algún test de realidad por si todo se trataba de un sueño. Pero no estaba soñando. Fue demasiado convincente para ser suerte y demasiado increíble para ser verdad. O me había engañado él o me había engañado yo mismo.

Acto seguido me dio el rifle, borracho y satisfecho a partes iguales.  Como si fuera Anthony Blake después de una noche de farra, me dijo:

«Todo lo que has visto es producto de tu imaginación. No le des más vueltas. No tiene sentido»

Y todavía le estoy dando vueltas.

Curiosidades, Humor, Ralladuras, Reflexión

El absurdo en nuestra vida

Siempre he sentido especial predilección por las cosas absurdas e inverosímiles. A lo largo de mi vida, estas situaciones me han llamado la atención de forma especial, haciéndome pensar, y mediante la observación he tratado de discernir por qué lo absurdo es algo tan magnético, tan propenso a ser aplaudido como despreciado. Ello me ha llevado a cuestionar su existencia y distinguir algunos de los motivos por los que, a veces sin darnos cuenta, buscamos la rareza, la extravagancia, lo novedoso y atípico.

Analizar el mundo que envuelve este tipo de situaciones me ha dejado claro que existen multitud de reacciones distintas ante una situación literalmente increíble. Lo normal es quedarse superado por el momento. Inmóvil, perplejo, pasmado. Hay quien se sorprende y le da por reírse, y también quien se sonroja o se siente ofendido. Incluso hay a quien el absurdo le aburre enormemente. Depende de cómo caiga y a quién. Incluso a nosotros mismos nos sorprendería saber qué posición adoptaríamos ante determinadas situaciones ante las que sólo se puede decir:

What The Fuck!??

O la versión española:

¿¡Pero qué coño…!?

Es dificilísimo saber cómo reaccionarías si, de repente, ves pasar por la calle a una persona totalmente seria en taparrabos.  Complejo imaginar qué harías si sorprendes a un viejecito teniendo una conversación a gritos con un perro, el cual, para colmo de los colmos, parece responder con gran elocuencia a base de ladridos. Difícil saber qué pensaríamos si en una comida familiar, y delante de todo Dios, a la abuela de la familia le da por liarse un porro de marihuana para acompañar el café descafeinado. Existirían reacciones para todos los gustos, y en muchas de ellas se produciría un punto de inflexión provocado por la atronadora realidad del momento.

Precisamente por ello, por los efectos que lo absurdo y lo extravagante provoca en las personas, siempre me he preguntado cuáles serían sus orígenes, los motivos por los que nunca pasa de moda. O bueno, a veces sí:

Zambullirme en el mundo del absurdo, tanto en lo popular como en lo cotidiano, me ha llevado pensar que está tan presente dentro de nosotros que se acaba convirtiendo en algo inherente a nuestro comportamiento. Esté o no agudizado por una  posible enfermedad mental, lo absurdo forma parte de nosotros, acaba por convertirse en necesario en algunas ocasiones.

Este texto en sí puede ser absurdo y probablemente lo sea. No obstante, puede ser provechoso tratar de cuestionarnos a qué se deben esas situaciones inverosímiles que rompen con la seriedad y el protocolo del día a día. Nos puede dar motivos para ser más absurdos o para todo lo contrario.

En primer lugar, el absurdo tiene una primera y fundamental misión: hacernos reír. Esto es algo mucho más importante de lo que pueda parecer, porque el humano es un ser social y lúdico, lo que hace que juegue de tal manera con su entorno que sea capaz de crear algo tan maravilloso como el humor. Por medio del humor se puede mejorar el estado de ánimo, liberar tensiones y a partir de ahí emprender con otro ánimo cualquier tipo de tarea. Hasta los reyes han necesitado de bufones para llevar pequeños WTF hasta la estirada vida de palacio.

Pero aunque la principal función del absurdo en nuestra vida sea la de crear un contraste tan grande con lo cotidiano que nos provoque la risa, y con ella todos sus beneficios, existen también otras cualidades en las situaciones inverosímiles, éstas mucho más desapercibidas.

El superlativo contraste entre lo absurdo y lo normal puede conllevar en algunos casos, además del humor, una importante dosis de realidad que nos puede hacer recapacitar acerca de multitud de cosas. Ese gran contraste entre dos cosas nos puede hacer cuestionarnos la normalidad de la cosa normal y la impertinencia de lo absurdo.

A veces, las cosas aparentemente surrealistas, absurdas y graciosas pueden tener una segunda lectura en la que no siempre reparamos.

Pueden ser cuadros de Dalí, sketches de los Monty PythonEl ángel exterminador de Buñuel o el más delirante y castizo surrealismo de La Hora Chanante (eso que ahora llaman Muchachada Nui). Cualquier rareza, desde una cabellera azul hasta hablar en élfico tiene un origen. Un motivo. O no.

Tal vez los momentos absurdos escondan mensajes cifrados. Quizás traten de hacerte reír o simplemente intoxicarte con el caos de momentos inexplicables. Los hay incluso que son totalmente casuales e improvisados. Y también los hay cuidadosamente elaborados para hacernos pensar, e incluso para reírse de nosotros en nuestra propia cara. Cada absurdo, cada momento inexplicable, cada What the fuck!? es de un padre y de una madre, y a veces, un hijo de puta.

Ralladuras, Reflexión

¿Qué tendrán las estrellas?

Desde el inicio de los tiempos, el hombre ha contemplado el cielo como el lugar de los dioses, el horizonte místico de la vida y la existencia, el límite de todo lo cognoscible. Cuando el Sol cae y el universo nos enseña su cara B, ese mismo cielo se torna mágico y nos enseña uno por uno todos esos  diminutos puntos brillantes a los que en épocas antiguas se entregaba cada una de las almas de los fallecidos.

Ya en las primeras civilizaciones se asignó unas propiedades metafísicas a las estrellas, se les llegó a considerar entidades vivientes dotadas de fuerza sobrenatural. El hecho de que estuvieran siempre en la misma disposición en el espacio -aunque sólo desde que se aceptó que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol- dio lugar a que se les uniera artificialmente en constelaciones entorno a las que giraban figuras míticas y cualidades esotéricas dependiendo de la alineación de estos mágicos astros en el momento de nuestro nacimiento. Sin embargo, las estrellas en un sentido físico sólo son enormes acumulaciones de materia que está en constante colapso, surgiendo de esta manera la energía que provoca que nuestras queridas estrellas brillen con luz propia.

Debido a la inmensa distancia que nos separa de estos cuerpos celestes, vemos a las estrellas no como son, sino como fueron hace mucho tiempo. Sin embargo, mirarlas te evoca, te inspira y te hace sentir, aquí y ahora. Es el grito desesperado y lejano del pasado, que siempre ignoraste, y que de repente te hace sentir en el presente.

Cómo ya me pasó con la Luna, yo era un gran desconocedor de las estrellas. Aunque, mejor dicho, todavía las desconozco, pero ahora ya me han hecho sentir, ya me han dicho que tienen algo, algo tan bello como poderoso. Aquella noche la luna supo esperar en el banquillo, sabía que no era su noche y no quiso quitarle protagonismo y luminosidad a sus incontables hermanas pequeñas. Aquella noche deslucía una preciosa luna nueva.

Era una noche cualquiera, una de esas cálidas y despejadas noches de verano valencianas. Yo acababa de ver una peli muy bonita y el cuerpo me pidió un paseo nocturno, de esos paseos solitarios que siempre me ha encantado dar y que tantas experiencias y tantas reflexiones me han provocado.

De repente, y de nuevo sin saber por qué, la mirada se me alzó hacia aquel hipnótico manto, y mis ojos pudieron captar lo majestuoso de aquella noche: un cielo totalmente despejado plagado de miles y miles de estrellas. Diminutas para mis ojos pero enormes para mi alma.

No había ni una sola nube, ni una sola circunstancia tocapelotas que me impidiera disfrutar de todo aquello como el niño que mira emocionado ese regalo de reyes que lleva años deseando, y que por fin ha llegado a sus manos.

Fue un encuentro casual, uno de esos que le dan un acelerón a tu cabeza y la hacen pararse en el momento presente. Uno de esos momentos en los que pasas a tomar conciencia de lo increíble que es eso que estás disfrutando, y piensas que no hay pasado ni futuro, sólo existe esto, sólo existe el ahora.

Cuando dejas de dejar la vida pasar y concibes el momento presente como lo que es, el único y el mejor momento de tu vida. Cuando te das cuenta de que no puede haber nada más bonito que lo que estás viviendo. Para entonces es inútil tratar de pararlas, las lágrimas ya se han abierto camino por tus mejillas.

Igual, exactamente igual que con la luna, fue un dulce y fascinante amor a primera vista, el mejor amor y tal vez el único que exista, pese a que siempre he sido un creyente del a fuego lento.

Con ilusión y emoción desbordadoras, mis ojos se movían inquietos y ávidos de sensaciones hacia las diferentes constelaciones. De unas estrellas a otras,  los ojos se me iban saltando por las constelaciones de Casipoea, Orión o la Osa Menor (no conozco muchas más) y mi cuerpo respiraba de forma inestable pero profunda, fruto de la emoción del momento.  Parando cada poquito para mirar al infinito y disfrutarlas todas a la vez, cerrar los cojos y sentir los escalofríos de cuando sientes más de lo que físicamente estás preparado para sentir.

El cuerpo se me tornó débil y extraordinariamente sensitivo, pues aquellos «pequeños» cuerpos celestes y celestiales se habían apoderado de todo mi interés. Sólo quería seguir mirándolos, siempre que las lágrimas me dejaran, y cuando por unos segundos respiré profundo y cerré los ojos muy lentamente, pude adquirir conciencia de que estaba tumbado en una hamaca de mi chalet, llorando como una nena y con una grandísima sonrisa de oreja a oreja. En ese momento fui consciente de que estaba siendo plenamente feliz. Feliz y en armonía con el universo. Así como lo leéis, tan simple y tan loco.

Me venían a la cabeza fugaces estampas, imágenes de amor desinteresado; ese amor que siente una madre por un hijo, una esposa por un marido (al menos recién celebrada la boda) o un niño por su mascota… ese amor que tanto sentimos al ser pequeños y que se nos olvida con el paso del tiempo.

Se entremezclaban arrepentimiento, orgullo, sensibilidad y sobre todo mucha, muchísima fascinación. Estaba viviendo un momento único, estaba sintiendo un amor absoluto por el espacio, propio de antiguos locos como  Aristarco, Galileo o Copérnico. Pensarás que la comparación es estúpida y exagerada (no te faltará razón) pero estoy seguro de que ellos sintieron algo muy parecido, porque sólo un amor y un interés tan enorme pudo haberles hecho dedicar media vida al estudio del universo y sus leyes físicas.

Los perrititos de mi chalet se me acercaban juguetones, con una cola moviéndose a ritmo vertiginoso y dando saltitos para auparse en mi regazo. Tal vez quisieran que les transmitiera algo de ese precioso momento, tal vez quisieran jugar, tal vez quisieran comer o simplemente dar por culo, pero estaban participando conmigo en esos instantes que fueron horas en mi interior. Con sus lametones y mordisquitos constantes, me transmitían un cariño que sólo saben transmitir los perros, mientras las estrellas me proyectaban esa fascinación que sólo produce mirar hacia lo infinito de un cielo que nunca, pase lo que pase aquí abajo en la Tierra, se inmuta.

En aquellos momentos no existía discrepancia ni duda alguna. El universo estaba hablando y yo escuchaba atento los latidos de su omnipresente corazón.

Llámalo como quieras. Ponle el adjetivo que más te guste, pero no niegues su existencia, porque yo he sido capaz de sentirlo y tú también puedes hacerlo. El universo transmite.

No sé lo que tienen las estrellas, pero sé que tienen algo. Yo nunca más volveré a dudar de su magia ni a despreciar esos silenciosos y únicos instantes, instantes en los que antes me aburría y que ese día me hicieron sentir de verdad y como pocas veces algo que todo ser humano busca toda su vida:  la auténtica felicidad.