Escribir a veces da rabia. Cuando una sensación te ha llevado a reflexionar y escribes sobre ello, te expones a dejar unas impresiones que seguramente algún día cambien. Esto me pasa con la mayoría de cosas que escribo. Conforme pasa el tiempo y sigues viviendo y experimentando cosas, viejas o nuevas, aprendes. Por ese motivo, tu punto de vista se amplía o incluso puede cambiar. De hecho, el aprendizaje se basa en eso precisamente.
Cuando, después de muchos y muy buenos momentos rodeado de naturaleza y de sensaciones, escribí un texto acerca de todo aquello, quedé bastante contento del resultado. Pues bien, tan sólo un par de semanas después de escribir aquel artículo, tuve una experiencia que amplió con mucho todo lo que sentí y expresé en aquella ocasión.
Sucedió una maravillosa mañana de sábado, una de estas frías mañanas de uno de los inviernos más fríos que recuerdo en toda mi vida. Durante este último invierno, el tiempo ha sido especialmente gris y lluvioso.
Peleándome con el insomnio, por fin un día conseguí levantarme realmente pronto, a las siete de la mañana. Había estado todo el día anterior lloviendo sin cesar y aquella mañana de sábado se presentaba nublada y antipática. Había un ligero pero constante y frío viento de levante en el levante valenciano, y todo el paisaje lucía absolutamente mojado. Eso sí, aunque los caminos estaban llenos de charcos, ya no llovía. Esta situación es para la mayoría de nosotros un tiempo horrible que no invita para nada a salir del hogar. El típico tiempo que te jode los planes de un fin de semana y te puede intoxicar con el cine de sobremesa que hacen en la televisión.
No obstante, la alegría de vencer al insomnio me dio fuerzas para armarme de valor y salir a correr un poco. El ambiente decía no, y tal vez precisamente por eso yo me empeñé en decir sí.
No sin música, emprendí la marcha por los caminos del paisaje campestre entorno al cual tengo la gran suerte de vivir. Tenía que ir sorteando los charcos y cuidándome de las rachas de viento que podían ser realmente molestas. En un momento así, con tu banda sonora preferida de fondo, te puedes arriesgar a una posible pulmonía pero también a disfrutar un gran abanico de sensaciones.
Me costó un poco calentar el cuerpo por lo intempestivo del temporal, pero era una experiencia nueva y yo tenía muchas ganas de vivirla. Una vez te has alejado tanto de casa que te da pereza volver, tu cuerpo entra en calor y el clima ya importa menos. Si logras no arrepentirte de haber salido en los primeros minutos, tienes la ocasión de poder vivir una experiencia que, como he dicho antes, puede ampliar otras que has tenido antes, sin tener que invalidarlas en absoluto. Sumando.
De repente, en el mp3 sonó una música especial. Un tema que puso título y banda sonora a una película durísima que me impactó como pocas lo han hecho:
Aquella mañana, la naturaleza se podía sentir tan viva o más que cuando está en calma y armonía. El viento hacía mecerse todo el paisaje al unísono y podías notar su fría temperatura en una clara situación de superioridad frente a ti.
Conforme los iniciales y pausados acordes de Requiem for a Dream dejaban entrever la preciosidad y dureza de esta pieza, me paré y contemplé el paisaje de mi alrededor, igualmente majestuoso. El cielo se oscurecía poco a poco mientras los enormes nubarrones se juntaban lentamente unos a otros como gigantes algodones de azúcar grisáceo. Se podían ver las montañas de alrededor cubiertas de un precioso y fino manto de nieve, en armonía con el tiempo de perros que hacía.
Lo que entraba por mis orejas era tan bello como el imponente entorno, el cual te dejaba sentir sus fríos y constantes movimientos gracias al viento. Parecía que la música y la naturaleza quisieron ponerse de acuerdo. No sé cual de las dos cosas era más impresionante. Las ramas de los árboles se dejaban guiar por el aire al son de los desgarradores sonidos de las cuerdas. La fría temperatura se unía a tan vivo paisaje recordándote que, aunque suela estar en calma, el entorno siempre está vivo y tú puedes notarlo.
Impresionado, no podía dejar de mirar a mi alrededor con la boca abierta mientras, tanto la sinfonía como el paisaje, se iban recrudeciendo de una forma lenta, constante y armónica. Las rachas de aire frío secaban con rapidez el sudor de mi frente y me enfriaban poco a poco, mientras mi mente seguía seducida por los compases de la música y la maravilla del entorno. Los escalofríos se esparcían a lo largo y ancho de todo mi cuerpo.
No importaba lo incómodo que resultara estar allí en medio, lo que estaba sintiendo en esos momentos estaba haciendo trabajar todos mis sentidos. La humedad del ambiente se podía sentir, oler y hasta saborear. Los pulmones disfrutaban al llenarse de aquel aire tan puro como gélido. El paisaje se iba oscureciendo lentamente, revelando la gran cantidad de contrastes lumínicos que provocan los enormes nubarrones, mientras el frío viento volvía locos a árboles y arbustos.
Cuando tomé consciencia de lo que me rodeaba, recordé que estamos a merced de los elementos, y es algo que siempre debemos tener presente. Ocasiones así vienen bien para recordarlo.
Esa mezcla del gris paisaje con aquellos impresionantes acordes de fondo me hizo notar la otra cara de la naturaleza, el lado desgarrador y majestuoso que te hace sentir toda su increíble presencia de una forma más excitante que en una mañana de clima soleado y tranquilo. El ambiente era de lo más inapetente, pero aún así la experiencia fue gratificante e increíble. Algo tan absurdo como coger el día que peor tiempo hace y salir a dar una vuelta. Tan simple, tan bonito y tan loco.
Esa experiencia me ha servido para sentir una pequeña parte de lo increíble que puede ser disfrutar de la naturaleza, aunque las circunstancias no lo hagan atractivo. Ha ampliado aquel punto de vista que ya tenía, como cada día puede pasarnos con multitud de cosas distintas, si estamos dispuestos a vivirlo.
El insomnio no me dejaba dormir bien, pero me invitó a soñar en una fría mañana de sábado invernal. Y a vivir un alegre réquiem en ese sueño.
«Una sola puerta de tres abierta.
Una sola puerta.
En frente la montaña,
pasa la nube inmensa.
Toda suya. Todo suyo.
Huracanes de vientos,
lluvia andante semiparalela
y en todo el monte funerales alegres naturales,
de hojas muertas.
Llegó el otoño, llegó la muerte.
Hoy morirán hojas y animales,
mas no morirán del todo,
serán con la pobredumbre de su muerte,
para la tierra de su muerte.
Pasado mañana,
brotes de esperanza.
¡Que yo no he muerto!
¡Me alegro de la lluvia, y me alegro del viento!
Si tengo frío, ¡me caliento!
Si tengo miedo, ¡que no lo tengo…!
… susurro y pienso.
Y por las mañanas
ya me he comido mi pequeña ración,
de esperanza.
Una sola puerta de tres abierta.
Una sola puerta,
inmensa.»
Intro del poeta Manolo Chinato en Jesucristo García, de Extremoduro.