Ralladuras, Reflexión

¿Qué tendrán las estrellas?

Desde el inicio de los tiempos, el hombre ha contemplado el cielo como el lugar de los dioses, el horizonte místico de la vida y la existencia, el límite de todo lo cognoscible. Cuando el Sol cae y el universo nos enseña su cara B, ese mismo cielo se torna mágico y nos enseña uno por uno todos esos  diminutos puntos brillantes a los que en épocas antiguas se entregaba cada una de las almas de los fallecidos.

Ya en las primeras civilizaciones se asignó unas propiedades metafísicas a las estrellas, se les llegó a considerar entidades vivientes dotadas de fuerza sobrenatural. El hecho de que estuvieran siempre en la misma disposición en el espacio -aunque sólo desde que se aceptó que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol- dio lugar a que se les uniera artificialmente en constelaciones entorno a las que giraban figuras míticas y cualidades esotéricas dependiendo de la alineación de estos mágicos astros en el momento de nuestro nacimiento. Sin embargo, las estrellas en un sentido físico sólo son enormes acumulaciones de materia que está en constante colapso, surgiendo de esta manera la energía que provoca que nuestras queridas estrellas brillen con luz propia.

Debido a la inmensa distancia que nos separa de estos cuerpos celestes, vemos a las estrellas no como son, sino como fueron hace mucho tiempo. Sin embargo, mirarlas te evoca, te inspira y te hace sentir, aquí y ahora. Es el grito desesperado y lejano del pasado, que siempre ignoraste, y que de repente te hace sentir en el presente.

Cómo ya me pasó con la Luna, yo era un gran desconocedor de las estrellas. Aunque, mejor dicho, todavía las desconozco, pero ahora ya me han hecho sentir, ya me han dicho que tienen algo, algo tan bello como poderoso. Aquella noche la luna supo esperar en el banquillo, sabía que no era su noche y no quiso quitarle protagonismo y luminosidad a sus incontables hermanas pequeñas. Aquella noche deslucía una preciosa luna nueva.

Era una noche cualquiera, una de esas cálidas y despejadas noches de verano valencianas. Yo acababa de ver una peli muy bonita y el cuerpo me pidió un paseo nocturno, de esos paseos solitarios que siempre me ha encantado dar y que tantas experiencias y tantas reflexiones me han provocado.

De repente, y de nuevo sin saber por qué, la mirada se me alzó hacia aquel hipnótico manto, y mis ojos pudieron captar lo majestuoso de aquella noche: un cielo totalmente despejado plagado de miles y miles de estrellas. Diminutas para mis ojos pero enormes para mi alma.

No había ni una sola nube, ni una sola circunstancia tocapelotas que me impidiera disfrutar de todo aquello como el niño que mira emocionado ese regalo de reyes que lleva años deseando, y que por fin ha llegado a sus manos.

Fue un encuentro casual, uno de esos que le dan un acelerón a tu cabeza y la hacen pararse en el momento presente. Uno de esos momentos en los que pasas a tomar conciencia de lo increíble que es eso que estás disfrutando, y piensas que no hay pasado ni futuro, sólo existe esto, sólo existe el ahora.

Cuando dejas de dejar la vida pasar y concibes el momento presente como lo que es, el único y el mejor momento de tu vida. Cuando te das cuenta de que no puede haber nada más bonito que lo que estás viviendo. Para entonces es inútil tratar de pararlas, las lágrimas ya se han abierto camino por tus mejillas.

Igual, exactamente igual que con la luna, fue un dulce y fascinante amor a primera vista, el mejor amor y tal vez el único que exista, pese a que siempre he sido un creyente del a fuego lento.

Con ilusión y emoción desbordadoras, mis ojos se movían inquietos y ávidos de sensaciones hacia las diferentes constelaciones. De unas estrellas a otras,  los ojos se me iban saltando por las constelaciones de Casipoea, Orión o la Osa Menor (no conozco muchas más) y mi cuerpo respiraba de forma inestable pero profunda, fruto de la emoción del momento.  Parando cada poquito para mirar al infinito y disfrutarlas todas a la vez, cerrar los cojos y sentir los escalofríos de cuando sientes más de lo que físicamente estás preparado para sentir.

El cuerpo se me tornó débil y extraordinariamente sensitivo, pues aquellos «pequeños» cuerpos celestes y celestiales se habían apoderado de todo mi interés. Sólo quería seguir mirándolos, siempre que las lágrimas me dejaran, y cuando por unos segundos respiré profundo y cerré los ojos muy lentamente, pude adquirir conciencia de que estaba tumbado en una hamaca de mi chalet, llorando como una nena y con una grandísima sonrisa de oreja a oreja. En ese momento fui consciente de que estaba siendo plenamente feliz. Feliz y en armonía con el universo. Así como lo leéis, tan simple y tan loco.

Me venían a la cabeza fugaces estampas, imágenes de amor desinteresado; ese amor que siente una madre por un hijo, una esposa por un marido (al menos recién celebrada la boda) o un niño por su mascota… ese amor que tanto sentimos al ser pequeños y que se nos olvida con el paso del tiempo.

Se entremezclaban arrepentimiento, orgullo, sensibilidad y sobre todo mucha, muchísima fascinación. Estaba viviendo un momento único, estaba sintiendo un amor absoluto por el espacio, propio de antiguos locos como  Aristarco, Galileo o Copérnico. Pensarás que la comparación es estúpida y exagerada (no te faltará razón) pero estoy seguro de que ellos sintieron algo muy parecido, porque sólo un amor y un interés tan enorme pudo haberles hecho dedicar media vida al estudio del universo y sus leyes físicas.

Los perrititos de mi chalet se me acercaban juguetones, con una cola moviéndose a ritmo vertiginoso y dando saltitos para auparse en mi regazo. Tal vez quisieran que les transmitiera algo de ese precioso momento, tal vez quisieran jugar, tal vez quisieran comer o simplemente dar por culo, pero estaban participando conmigo en esos instantes que fueron horas en mi interior. Con sus lametones y mordisquitos constantes, me transmitían un cariño que sólo saben transmitir los perros, mientras las estrellas me proyectaban esa fascinación que sólo produce mirar hacia lo infinito de un cielo que nunca, pase lo que pase aquí abajo en la Tierra, se inmuta.

En aquellos momentos no existía discrepancia ni duda alguna. El universo estaba hablando y yo escuchaba atento los latidos de su omnipresente corazón.

Llámalo como quieras. Ponle el adjetivo que más te guste, pero no niegues su existencia, porque yo he sido capaz de sentirlo y tú también puedes hacerlo. El universo transmite.

No sé lo que tienen las estrellas, pero sé que tienen algo. Yo nunca más volveré a dudar de su magia ni a despreciar esos silenciosos y únicos instantes, instantes en los que antes me aburría y que ese día me hicieron sentir de verdad y como pocas veces algo que todo ser humano busca toda su vida:  la auténtica felicidad.

Cultura, Curiosidades, Naturaleza, Reflexión

¿Qué tendrá la Luna?

La Luna es el único satélite natural de la Tierra. De hecho, se cree que la Luna se creó tras un gran impacto, a partir de trozos de nuestro planeta.

Ha sido y es adorada por multitud de tribus y civilizaciones a lo ancho del mundo y a lo largo de toda la historia. Se le han dedicado canciones, poemas, debates, libros, mitos, leyendas… y sin embargo, nadie sabe contestar con certeza acerca de qué es lo que realmente tiene la Luna que cautiva tanto al género humano. ¿Qué es lo que tiene la Luna?

Pues bien, yo que soy bastante escéptico, nunca le he visto la «gracia» a la Luna. Sí, es un astro muy bonito que brilla mucho, influye en las mareas, tiene unos ciclos cuanto menos curiosos y admito que, cuando está llena, ilumina la noche con una luz preciosa. Pero a parte de eso, en 25 años no le he visto nada más a la Luna.

Pero la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, y hace poco yo volvía a mi casa muy cansado después de un duro partido de fútbol. Era muy tarde, las calles estaban vacías y el cielo bastante encapotado. De repente, sin saber por qué, me dio por mirar arriba, al cielo. Dos enormes nubarrones se movían juntos, pero no revueltos. Iban lentos, muy lentos. Su sincronía era curiosa, tirando a graciosa, como dos personas que se gustan, que van caminando juntas por la calle pero que no se atreven a cogerse la mano, que guardan siempre una prudente distancia.

De repente, por aquella graciosa separación entre nubarrones empezó a asomar una preciosa Luna llena, más grnade y más brillante de lo que nunca la había visto, y sin darme cuenta todo desapareció. El tiempo y el espacio, mi cansancio, las calles, el ruido de los pocos coches que circulaban… todo. Sólo estábamos ella y yo. No quería ni podía apartar la mirada de aquella maravillosa Luna. Es algo que no puedo reproducir con palabras, me quedé absolutamente hechizado, con los ojos como platos y la mente en blanco, sin poder dejar de mirarla.

No sé el tiempo que pasó, sólo sé que de repente la Luna se escondió de nuevo tras los nubarrones y yo volví a la consciencia. Automáticamente, sonreí, cogí de nuevo mi mochila y emprendí camino a mi casa, con la sensación de haber vivido un momento único, desconcertante y maravilloso a partes iguales.

No sé si algún día sabré que es lo que tiene la Luna que la hace tan fascinante, pero como diría el gran cómico José Mota: «Aún no sabiéndolo, tenerlo… lo tiene».